Perfil

La pureza del poder y el lodazal de la política

Lo que le fascinaba a Lorenzo Olarte, por lo que se comprometía casi a vida y muerte no era la política, sino el poder mismo y sus lógicas implacables

Alfonso González Jerez

Alfonso González Jerez

Un personaje como Lorenzo Olarte es inimaginable hoy, aunque su carrera presente ciertos rasgos de posmodernidad. Por ejemplo, su brutal indiferencia ideológica, enmascarada por una sentimentalidad a veces obscena y otras ridícula. Olarte fue siempre, esencialmente, un olartista, y lo que fuera el orlartismo estaba invariablemente condicionado por las circunstancias. Olarte actuó como un organismo muy pluricelular con una capacidad adaptativa notable, pero que se quebró cuando el ecosistema político autonómico alcanzó una madurez en la que ya no podía posarse. Zumbó un rato y luego se acabó. Pero aunque ya sean pocos lo que lo recuerden llegó a ser presidente del Gobierno de Canarias, y antes fontanero de segundo nivel en La Moncloa y antes, incluso antes de la tromboflebitis del Generalísimo, presidente del Cabildo de Gran Canaria. Mientras mantuvo la memoria viva fue un hontanar de anécdotas. Las tenía a millares. Como esa, difícilmente superable, de su conversación con Torcuato Fernández Miranda interrumpidas por una llamada telefónica del rey Juan Carlos I. El presidente del Consejo del Reino se ponía en pie y se cuadraba mientras hablaba con el monarca, auricular en mano, y Olarte hacía lo mismo en silencio. Los dos en posición de firmes en una habitación alfombrada mientras hablaba el Borbón. Nota metodológica: para Olarte las anécdotas servían, sobre todo, para no citar –y menos aún explicar– los hechos.

En Canarias el relato de la Santa Transición ha alcanzado una perfección prácticamente eucarística. Sinceramente, uno no sabe cómo pudo resistir el franquismo cuarenta años rodeado por tantos demócratas astutamente parapetados y que simulaban ser franquistas de día mientras luchaban por la libertad de moche, es decir, durmiendo.

El Orlarte juvenil de 30 años, allá por los sesenta, no soñaba con urnas democráticas y libertad de expresión, sino en llegar a ser juez titular o en ascender por la jerarquía política del Movimiento. Nada más alcanzar la licenciatura en Derecho se puso a opositar para sacarse una plaza de secretario judicial, y lo consiguió, y durante varios años peregrinó por juzgados de Gran Canaria y La Gomera. Quizás ahí se dio cuenta que no era lo suyo, que su talento reclamaba horizontes más amplios, que la simpatía automática que obtenía de cualquiera valía otros esfuerzos.

Por tanto, a principios de los años setenta, y desdeñando las estructuras orgánicas y los aves de paso del régimen, el secretario Olarte se dedicó a relacionarse, desde el próspero bufete profesional que fuera de su padre, con figuras del empresariado local y así llegó, probablemente, al espacio áulico de Matías Guerra. Figura principal del franquismo en Gran Canaria desde 1939, Guerra ya había participado en la II República, en las filas del Partido Agrario de Mesa y López, para después integrarse en la Falange y presidir el Cabildo de Gran Canaria quince años, entre otros mucho cargos y prebendas. Desde Madrid se creía que era, más que conveniente, necesario, buscar nuevos rostros y nuevas voces, y Matías Guerra estaba de acuerdo: el régimen debería refrescarse y abrirse a una rehabilitación de su fachada institucional. Así fue como el egregio cacique franquista impulsó a Olarte al Cabildo de Gran Canaria y a Fernando Ortiz Wiott al ayuntamiento de Las Palmas en 1974. Como presidente del Cabildo, además, Olarte se convirtió en procurador de las Cortes. No estaba mal para empezar en política mientras se enfilaba el tardofranquismo.

Ya en el Cabildo Olarte comenzó a construirse como Olarte. De ahí, del populismo falangista –porque el falangismo también era un populismo– y no de ninguna tradición liberal o progresista, proviene ese regusto que siempre emitió Lorenzo Olarte como político cercano a la gente, que parecía traspasar barreras materiales y protocolarias, que compartía sus sueños y sus decepciones, que les prometía abstracciones como trabajo o prosperidad o dignidad, y luego el mundo sigue igual.

También afiló su olfato para cualquier vibración atmosférica y perfeccionó esa manera de avanzar a saltos inadvertidos que fue marca de su estilo político: pequeñas fintas y golpes de efecto que desconcertaban al adversario.

La triple corona

Pronto llegó la triple corona: desde la primavera de 1976 Olarte también desempeñó la presidencia de la Caja Insular de Ahorros. En ese momento Olarte era el político canario nacido y bendecido por el régimen moribundo con mayor proyección, con las fuerzas de izquierdas todavía bajo la pata y la mordaza de la dictadura.

Un cúmulo de circunstancias le condujeron a formar parte de la ponencia de las Cortes que estudiaría la ley de reforma política con la que Adolfo Suárez pretendía, con el beneplácito activo del Rey y el impulso ergonómico de Torcuato Fernández Miranda, desmontar el franquismo antes de un año. Es harto probable que el propio Suárez metiera en la ponencia a Olarte, al que había conocido muy poco antes. Fue un flechazo. A Suárez el bueno y palabrero de Lorenzo –digamos– le distraía y le asombraba por lo bien que llevaba y traía recados, sin equivocarse nunca. El procurador canario, por su parte, intuyó al instante que el futuro era el presidente Suárez, y por eso se vio metido en un despacho debatiendo con Gregorio López Bravo, Miguel Primo de Rivera y Fernando Suárez, todos ellos franquistas de estricta observancia, además de Noel Zapico, mandamás en los sindicatos verticales y Belén Landáburu, procedente de la sección femenina. A finales de noviembre el proyecto de ley fue aprobado por la ponencia. Como estaba previsto. Cuando en 1977 Suárez ganó sus primeras elecciones le puso un despacho como asesor en La Moncloa. Y en los primeros comicios después de aprobada la Constitución (1979) sacó el escaño. Olarte había fundado con un amigo, Fernando Bergas Perdomo, un partido llamado Unión Canaria, que se fusionó en un plisplas con Unión de Centro Democrático precisamente en 1977.

Se quejó amargamente de las traiciones y deslealtades. Uno sospecha que ocurrió lo contrario, que no confió jamás en nadie. Una suspicacia patológica

Intentó llegar al Gobierno de Suárez, pero lo único que le ofrecían eran direcciones generales. Les dijo a todas que no. Padre de una familia numerosa, sin embargo, necesitaba perras con cierta urgencia, y admitió ser presidente de Aviaco, una semicanonjía muy bien pagada. Duró apenas dos años.

En octubre de 1982 la UCD implosionó y pasó de 168 a 11 escaños. Olarte, por supuesto, siguió a Suárez, y montó en Canarias el nuevo partido del Duque, el Centro Democrático y Social. El mito Suárez todavía tiraba lo suyo en las ínsulas y el CDS consiguió en las primeras elecciones autonómicas seis diputados, un 7,35% de los votos emitidos. Ganó la izquierda. Jerónimo Saavedra agavilló 27 escaños y gobernó con Asamblea Majorera y los comunistas. Olarte insistió mucho en lo de los comunistas los siguientes cuatro años. Mucho.

Nunca tragó a Saavedra. No le podía perdonar su cultura, su alcurnia familiar y su finezza. Algún enemigo de ambos –coleccionaron muchos enemigos comunes – apuntó una vez que a Olarte se le antojaba injusto que el líder de la izquierda canaria fuera miembro de la élite social de las islas sin mayores contradicciones. Tampoco le gustaban los chistes de Saavedra sobre sus relaciones con Matías Guerra o cierta insistencia en recordar que había nacido en Galicia. Olarte lo detestó minuciosamente durante muchos años. Quizás consideraba – con alguna razón – que sin Saavedra él podría ser presidente del Gobierno mucho antes y mucho tiempo.

Muere Lorenzo Olarte

FOTOS: CARLOS GONZÁLEZ

La etapa más conocida de Lorenzo Olarte empezó entonces. Porque solo entonces, por ejemplo, fue valorado como orador político. Olarte no era un orador particularmente brillante, elegante o arrebatador, pero nadie puede discutir su habilidad. Disfrutaba del don de saber secuenciar un relato y empleaba siempre un tono conversacional, empleando citas en pocas ocasiones, pero incorporando vulgarismos y canarismos a menudo: "perritas", "cristiano", "un pizquito", "toletes". Se le daba muy bien emocionarse, intrigarse, indignarse mientras avanzaba el palique hacia un final sinfónico. Gesticulaba, con las gafas cabalgando casi en la punta de la nariz, movía los brazos repetidamente, cambiaba el orden de los folios, se apretaba las sienes ante el cerrilismo del adversario, volvía al asunto central después de un largo paseo anecdótico. Hablaba un canario dialectal y desdentado que dejaba escapar un sonido de las palabras siempre deslizante. Y, sin embargo, todas las habilidades, contactos e insistencias no le sirvieron para ser el candidato presidencial del CDS en las elecciones autonómicas de 1987. Suárez buscaba un rostro nuevo, dinámico, con cierto barniz progresista, despegado de la Transición. El elegido fue Fernando Fernández, un neurólogo de 44 años, médico, corredor de coches, radioaficionado y ex dirigente de la UGT. Olarte sería su número dos.

Se dijo en su momento que Fernández –que acabaría como eurodiputado del PP – tenía una idea tan estupenda de sí mismo que al leer las memorias de Churchill añadía notas de su puño y letra señalando los errores políticos del primer ministro inglés y Premio Nobel de Literatura. Seguro que es una maldad. Pero sí que fue el primer y único presidente canario que presentó una cuestión de confianza y la perdió, y una soberbia grotesca le impidió reconducir los apoyos de su gabinete (DES, AIC, Alianza Popular y AHI) con la reivindicación de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria al fondo.

Olarte se encargó de la tarea y estrenó su propio gobierno a principios de enero de 1989. Antes pronunció su mejor discurso – una obra maestra de la indignación, la retranca y el self pity – para asegurar que jamás se había encharcado en la corrupción financiera y fiscal del llamado caso Marena.

Ya al mando del Ejecutivo, tenía poco más de dos años para alcanzar su sueño: un liderazgo sobre unas siglas centristas que le permitirían pactar con la derecha o con la izquierda. Ocupar la centralidad político-electoral como le dicen ahora. Pero eso era, en todo caso, un horizonte teórico. Ya se vería. En realidad ese fue siempre el estilo olartiano: el ‘yaseverá’ cuando llegue el ‘miraaver’. Jamás pudo articular una estrategia coherente de gran alcance. Para él los partidos eran instrumentos de promoción personal y dispositivos publicísticos, no proyectos colectivos con terminales sociales y un marco ideológico definido. El CDS era un club de caballeros de traje cruzado con la nómina que creían que Olarte era el mejor. O lo mejor.

Después del pacto de gobierno nacido de las elecciones de 1991 (Jerónimo Saavedra presidente y Manuel Hermoso vicepresidente) Olarte, al que llegaban de Madrid noticias alarmantes sobre el deterioro del CDS, monta a toda prisa el Centro Canario Independiente en septiembre de 1992, justo a tiempo para empezar a chismorrear sobre la inminente articulación de fuerzas nacionalistas y regionalistas para desplazar al PSOE a la oposición. En 1995 Olarte entró en el Gobierno presidido por Hermoso como vicepresidente y consejero de Turismo. Sería leal a Hermoso hasta la muerte si en 1999 el candidato a la presidencia del Gobierno por la flamante Coalición Canaria era él. No lo fue. En medio de la bronca se le ofreció la presidencia de CC. Se negó y fue, quizás, uno de los mayores errores de su vida política. Y a continuación cerró su última genialidad: proponer a Román Rodríguez, director del Servicio Canario de Salud, como candidato presidencial, impidiendo así aspiraciones de cualquier otro candidato grancanario, incluyendo José Carlos Mauricio. En realidad el nombre de Rodríguez ya circulaba y Olarte lo que hizo fue expresar por carta su improvisada y maliciosa preferencia.

A partir de eso momento comenzó una larga y penosa decadencia. Julio Bonis y Luis Hernández intentaron quedarse con el CCN, sin advertir que sin Olarte el CCN era un cascarón vacío. Después apareció Ignacio González Santiago, exsecretario general del PP canario, defenestrado por Javier Arenas y José Miguel Bravo de Laguna. Según las peores lenguas viperinas, González Santiago le compró –¿simbólicamente?– el CCN a Olarte, quien en 2003 anunció que abandonaba la política activa entre piropos inverosímiles a su sucesor. "En el Gobierno en el que participamos", garantizó, "era más nacionalista que yo".

Jamás pudo articular una estrategia coherente de gran alcance, para él los partidos eran instrumentos publicísticos, no proyectos colectivos

El joven millonario González Santiago comenzó a hacer malabares con la organización supuestamente centrista hasta rebautizarla como Centro Canario y multiplicar pactos oportunistas con todo bicho viviente después de salir de Coalición Canaria para muy poco después regresar. Lo peor para la imagen de Olarte es que se desdijo, e incapaz de contenerse, en 2007 se presentó por el Centro Canario como candidato a la Presidencia del Cabildo de Gran Canaria. Ni siquiera sacó el acta de consejero.

La intensa y fragmentaria biografía pública de Lorenzo Olarte es la historia de la incansable ambición de poder de un político apasionado por mandar, por continuar decretando su voluntad, por sobrevivir a sus ansias y desvelos. Porque lo que le fascinaba, por lo que se comprometía casi a vida y muerte no era, pese a sus chalecos mesocráticos, la política, sino el poder mismo y sus lógicas implacables.

La política era el hediondo lodazal que Olarte tenía que atravesar día tras día, mientras caía la vejez sobre sus hombros, para conseguir o mantener el poder, para aniquilar o no ser aniquilado, y seguro que la despreciaba a menudo con sincera repugnancia. El poder es agotador, entre otras razones, porque siempre hay que saber ocultarlo y hablar de nacionalismo, o moderación, o centrismo, o Estado Libre Asociado, o fiscalidad especial o Marruecos y tantas y tantas máscaras del héroe.

Se quejó amargamente de las traiciones y deslealtades porque "confié demasiado en demasiada gente". Uno sospecha que ocurrió lo contrario. Que no confió jamás en nadie, y esa suspicacia patológica te arrastra a un aislamiento cada vez más desvalido, cada vez más debilitado y vulnerable. A nadie se traiciona más y mejor que a un desconfiado crónico.