Madrid era una fiesta. Los tambores de guerra aún resonaban en Europa, pero en aquella incipiente primavera de 1918 apenas se escuchaban entre los "olés" dedicados a Belmonte y Joselito, protagonistas de la feria taurina y de una rivalidad que apuntaba al mito. En las calles, manolos y chulapas tarareaban la melodía de moda, Soldado de Nápoles, incluida en el éxito de la temporada lírica: la zarzuela "La canción del olvido". El 15 de mayo, la pradera de San Isidro bullía por las fiestas patronales, plagada de jóvenes ansiosos de festejar y con muchos foráneos, entre ellos soldados portugueses que hacían parada y fonda en la capital. Nadie sospechaba que el enemigo estaba a las puertas y que, menos de una semana después, el país entero se vería azotado por una brutal epidemia: la de una gripe muy contagiosa y con alto índice de mortalidad que en los dos años siguientes diezmaría la población mundial con sucesivas oleadas. Una pandemia con varias similitudes con la actual y que pasaría a los libros de Historia con el nombre, erróneo, de la "gripe española".

Efectos demoledores

Aquella epidemia modificó costumbres y prácticas sanitarias, alteró los hábitos sociales y tuvo efectos demoledores sobre la economía de muchos países. En última instancia, acabaría por determinar el curso de la historia. El número de muertos a causa de la pandemia en todo el mundo se cifraba, ya en 1927, en 21,5 millones de personas. Estudios más recientes elevan el saldo por encima de los 40 millones, y temen quedarse cortos. En España, investigadores como María Isabel Porras estiman que se puede relacionar de forma directa con la enfermedad más de 360.000 muertes entre 1918 y 1919.

Durante el último siglo se han desarrollado varias teorías para explicar el origen de la epidemia, aunque hay dos, ambas bien fundadas, que han hecho especial fortuna. La primera teoría, acaso la que cuenta con mayor respaldo entre científicos e historiadores, sitúa el origen de la epidemia en los Estados Unidos, en los primeros meses de 1918. En concreto, el epicentro de la pandemia sería Fort Riley, un campamento militar en Funston (Kansas), donde se registró un primer brote en marzo. Para cuando el brote se declaró con toda su crudeza, la mayor parte de los campamentos militares desde los que partieron tropas estadounidenses para Europa estaban ya infectados.

La segunda teoría, con inquietantes similitudes con la pandemia del coronavirus, sitúa el origen en China, donde se registró una mortífera epidemia de gripe en diciembre de 1917. El virus se habría propagado desde el gigante asiático a las Filipinas y a Estados Unidos, desde donde habría dado el salto a este lado del Atlántico, de nuevo, por la infección de los soldados que acudían al rescate de Francia, o bien por los 200.000 culíes (trabajadores de baja cualificación) llegados de China al país galo precisamente en 1918 para trabajar en la retaguardia.

En todo caso, fue allí, en las trincheras que los americanos compartían con sus aliados, y en los campos de batalla en los que se enfrentaban a las tropas del Imperio alemán, donde el virus encontró un caldo de cultivo ideal para propagarse sin ningún tipo de barreras. Desde Francia, exportado por los soldados que volvían del frente, el virus alcanzó a las poblaciones de Gran Bretaña, Italia, Alemania, Bélgica y la neutral España.

Un silencio ensordecedor

El silencio acompañó a la gripe en sus primeros pasos por el Viejo Continente. Los países en conflicto impusieron una férrea censura militar sobre la epidemia, encaminada tanto a no alarmar a las tropas propias como a no dar pistas al enemigo. En Estados Unidos, por su parte, la "influenza" (infección viral que ataca el sistema respiratorio -nariz, garganta y pulmones-) no era enfermedad de declaración obligatoria en todos los estados de la Unión, lo que impidió una respuesta rápida y decidida frente a la epidemia, que acabaría afectando a una cuarta parte de la población y causaría entre 500.000 y 675.000 muertos.

En España, en cambio, la gripe era enfermedad de declaración obligatoria en todo el país, y no imperaba la censura militar al no estar el país envuelto en el conflicto bélico. No obstante, un primer brote, detectado en San Sebastián, fue silenciado por las autoridades locales para no perjudicar a la boyante industria turística. Todo cambió cuando la enfermedad se detectó en Madrid. El 22 de mayo, los periódicos ya hablaban abiertamente de la epidemia, aunque quitaron, en un primer momento, hierro a la enfermedad. La bautizaron, primero, como "la enfermedad de Madrid" o "la fiebre de los tres días". El día 23, en El Heraldo de Madrid, se publicaron una serie de sencillos consejos para impedir el contagio: "Evitar el contacto con todo enfermo y la permanencia en lugares de aire confinado. Limpieza y lavado de la boca y nariz con una solución de agua boricada al cuatro por ciento. Evitar toda causa que pueda producir un estado catarral, como por ejemplo la transgresión de temperaturas, etc. Paseos al aire libre por el Retiro, la Moncloa, etc., con objeto de oxigenarse, neutralizando los efectos del aire viciado. Alimentación sana, sin prohibición de ninguna sustancia alimenticia determinada. Tranquilidad de ánimo ante la seguridad absoluta de la benignidad que, hasta ahora, ofrece el mal".

Apenas seis días después saltaron todas las alarmas. "El Sol" informaba en su portada que había ya 80.000 infectados en la capital, y que el propio Alfonso XIII padecía la enfermedad. Ese mismo día, El Heraldo de Madrid elevaba la cifra de enfermos a más de 100.000, aunque en portada se mostraba una foto del multitudinario traslado del Santo Cristo de la Salud desde la iglesia de Antón Martín a otro templo construido en la calle de Ayala.

La ausencia de censura y el rápido reconocimiento de las autoridades hizo que muy pronto prendiese en la prensa extranjera la denominación de "la gripe española" o "la dama española", acuñada por el corresponsal del Times en Madrid y que tendría gran difusión, especialmente después de que The Royal Academy of Medicine de Gran Bretaña situase el origen de la pandemia en suelo español. En Latinoamérica, donde la enfermedad dejaría miles de muertos, especialmente en países como Venezuela o Argentina, se hablaría coloquialmente de "el beso de la raza" o de "la despedida de Colón". En Madrid, en cambio, triunfó el apelativo de El soldado de Nápoles porque, se decía, la gripe era tan pegadiza como la melodía de moda. En la capital, con algo más de 630.000 habitantes, el número de muertos por la epidemia superó los siete mil.

Desde Madrid, la epidemia se propagó siguiendo las líneas férreas hacia Cuenca, Toledo, Salamanca y Cádiz, y de ahí al resto del país. Para mediados de junio, se registraban brotes de mayor o menor intensidad en toda España -salvo Cataluña, Galicia, las Islas Baleares y las Canarias-, aunque la incidencia de la epidemia dejaba cifras de mortalidad bajas. En agosto, apenas quedaban casos en Salamanca, Extremadura, Cuenca, Valencia y Córdoba. Pero lo peor estaba por llegar.

Segundo brote

A finales de agosto se registraron nuevos casos de influenza en tres ciudades: Brest (Francia), Boston (EE UU) y Freetown (Sierra Leona). Desde estos tres focos, la enfermedad se propagó de nuevo a todo el mundo, a rebufo de los movimientos de tropas que retornaban de los campos de batalla de la Gran Guerra. En España, aún en el mes de agosto, se registraron casos en el Levante, que junto con las regiones norteñas serían las más afectadas de esta nueva oleada, mucho más mortífera que la primera.

Según los informes de la época, la difusión de este segundo brote resultó más lenta que la del primero, pero a cambio la mortalidad era sensiblemente mayor, principalmente porque había una mayor tendencia a las complicaciones pulmonares. Además, se dio una particularidad: aquellas plazas en las que el primer brote había golpeado con más fuerza, la segunda tuvo una incidencia menor que entre aquellas que habían registrado menos casos. Se habían inmunizado.

De costa a costa

Las regiones norteñas registraron dramáticos aumentos de la mortalidad en aquel fatídico otoño del 18. En Galicia, todas las provincias salvo Pontevedra superaron ampliamente la media de muertos por habitante del país, aunque fue en Orense donde más incidencia tuvo la enfermedad: ese año se cerró con más de 16.000 fallecimientos, cifra que doblaba la media del lustro anterior en la provincia.

En Asturias, la gripe se cebó especialmente con el centro y el Occidente. En Oviedo, Gijón y Avilés, en torno al 40% de los fallecidos en los seis meses siguientes se asocian a la gripe, sumando cerca de 2.000 personas. En Avilés, tal y como documenta Juan Carlos de la Madrid, se cerraron escuelas y espectáculos populares y se lanzó una suscripción para distribuir fondos entre las familias más desfavorecidas. En la víspera, se había hecho un llamamiento a colaborar: "¡Por humanidad! A los pudientes de Avilés". De esa aportación se beneficiaron 718 familias. Al sur de la cordillera Cantábrica, Zamora fue la plaza más afectada. La contabilidad más fiable relata que en la capital de la provincia fallecieron ese fatídico año 979 personas, sobre una población ligeramente superior a las 17.000. La mortalidad en Zamora fue cinco veces mayor que la media de España.

En la costa mediterránea, las consecuencias fueron igualmente dramáticas. En Barcelona, a mediados de octubre, la escalada de fallecidos era incontenible, y el Gobernador ordenó cerrar todos los locales de ocio, incluidos cines y teatros, y suspender el campeonato de fútbol de Cataluña. Pero a iniciativa del presidente del Fútbol Club Barcelona, Joan Gamper, que alegó que se trataba de un deporte al aire libre, el torneo se celebró. En la ciudad murieron cerca de 6.000 personas durante la epidemia.

Otro foco importante se registró en Valencia. Solo en el mes de octubre fallecieron cerca de 700 personas en la ciudad. Una de las víctimas más recordadas fue el doctor Mariano Serrano, que lideró la atención a los pacientes en uno de los barrios más afectados y acabó por enfermar. Aún hoy, una calle de la ciudad lleva su nombre. Y en la vecina provincia de Murcia, la epidemia se cebó especialmente con Cartagena, donde se registraron más de 12.000 infectados y 1.200 muertos.

La incidencia de este segundo brote alcanzó incluso a las Islas Baleares, que registraron más de 1.800 muertos pese a que se establecieron controles en cada pueblo y se montó un sistema de hogueras en cada barriada de Palma, donde el número de fallecidos alcanzó los 450. Canarias, en cambio, se mantuvo ajena a la epidemia gracias a la reducción de los flujos marítimos y la propia guerra, lo que en la práctica supuso un efectivo sistema de aislamiento para todo el archipiélago.

Con las Navidades llegaría la tercera oleada de la gripe, tan mortífera como la segunda y que, en algunos lugares de España, se solapó con ella. El brote se recrudeció en primavera, lo que motivó que muchas zonas del país no recobrasen la normalidad hasta el segundo semestre de 1919.

Dinámica similar en Francia

En Francia la dinámica era similar, lo que tuvo una consecuencia imprevista y trascendente. En noviembre, en pleno pico de la segunda oleada de la gripe, se había producido el armisticio que ponía, de facto, fin a la Gran Guerra. Pero quedaba pendiente la firma del Tratado de Paz. Entre los aliados había dos posturas: la defendida por Francia, Reino Unido y Rusia, que pretendían imponer fuertes sanciones a Alemania, y la del presidente norteamericano Woodrow Wilson, que quería evitar un castigo excesivo para el Imperio.

Durante las negociaciones, celebradas en la ciudad francesa de Versalles en pleno mes de abril de 1919, la gripe infectó a la delegación norteamericana, y el propio Wilson llegó a desmayarse durante la conferencia. Algunos historiadores asocian la debilidad del presidente norteamericano al triunfo de la propuesta europea, que resultó humillante para Alemania y, a la postre, propiciaría la irrupción del nazismo.

La pandemia de gripe de 1918 puso de relieve la incapacidad de los servicios sanitarios de la época para hacer frente a un brote de tamaña virulencia. La experiencia sirvió para establecer un sistema mundial de estaciones para combatir la gripe y facilitó que se potenciase la investigación. Las consecuencias demográficas de la pandemia fueron mucho más allá de las dramáticas cifras de muertos. Al cebarse especialmente con la población de entre los 20 y los 40 años, la epidemia provocó un frenazo en el número de nacimientos en los años inmediatamente posteriores. Además, la vida cotidiana de los ciudadanos sufrió importantes cambios. Durante los brotes epidémicos, también en los meses posteriores, se cerraron cines, teatros, iglesias y colegios, se redujeron las reuniones sociales y se extendió el uso de mascarillas protectoras y de medidas encaminadas a la desinfección personal.

El malestar de la sociedad y la desconfianza hacia los gobernantes fue en aumento. La mayor crudeza del segundo brote y el hartazgo de la ciudadanía ante la poca previsión de los políticos llevaron a las Cortes a abrir líneas de crédito y enviar médicos, medicamentos y alimentos a las zonas más afectadas. Tras la pandemia, se presentó un ambicioso plan de reorganización de la sanidad, pero las disputas partidistas lo echaron por tierra.

En el ámbito económico, la pandemia dejó graves secuelas. Al afectar especialmente al grueso de la población activa, provocó una carestía en la mano de obra durante los distintos brotes. Tras la pandemia, la recuperación no fue uniforme. Un estudio reciente de los economistas Sergio Correia, Stephan Luck y Emil Verner, centrado en los Estados Unidos y titulado Pandemics Depress the Economy, Public Health Interventions Do Not: Evidence from the 1918 Flu, constata que las ciudades que actuaron antes, y de manera más agresiva, en la contención del virus no funcionaron peor durante el brote y se recuperaron con más facilidad tras superar la epidemia.