Para llegar al faro de San Cristóbal hay que querer ir. No se descubre por casualidad. Nada desde tierra indica que esté ahí; solo un pequeño camino más de los que abundan en La Gomera. Ni siquiera parece mínimamente atractivo para que se aventure en él algún senderista despistado. A la derecha, el mar, algunos chalés. A la izquierda, casi todo huertas abandonadas y secas, al menos ahora, antes del invierno.

La casa es rectangular, de una pieza. La placa descolorida de la calle Camino del Faro -que deja claro que no hay casi nada más allí- indica que hemos llegado. Al lado, separada por unos metros, la torre nueva, blanca y roja, y mucho más alta que la antigua, que es la que preside el edificio oficial frente al acantilado. La vivienda tiene grandes ventanas, más verticales que horizontales, con remates de piedra gris y contraventanas de madera verdes. El resto es de color claro con algún desconchón suelto.

Dentro, se cuela en cada rincón el salitre mezclado con el olor de paredes encaladas y de plantas vivas. Los visillos largos contribuyen a dar forma a la brisa que viene directamente de las olas y se mueve por la casa sin obstáculos. Las puertas interiores están abiertas, todo es un juego de luces y alguna sombra en algún rincón, que desaparece en cuanto fijas la mirada. Es una construcción de principios del XX que aún conserva ese aspecto de entre romántico y simplemente útil: señalar a los barcos que pasan que las rocas están ahí, lejos o cerca, dependiendo de por dónde navegues.

En el faro de San Cristóbal es casi mediodía y no se oyen mucho las olas, pero de noche es inevitable que llegue su sonido y un olor a sal mucho más intenso. El viento suele soplar con dureza.

En el umbral de la puerta principal está Margarita Peralta, viene del faro nuevo: es delgada, activa, mira a los ojos. Se mueve del vestíbulo al despacho y de ahí a su cocina, que es antigua, alicatada en blanco y llena de botes de especias. Al poco, cuando al fin se sienta en un sillón de la salita, sus gestos se vuelven calmados y sus expresiones las de una persona de experiencia. Aparenta ser más joven de lo que en realidad es. Su aire hippie ayuda bastante. Pelo largo, más bien claro y algo revuelto sin duda por estar durante treinta años junto al mar. Viste con colores tan luminosos como lo es todo en este lugar.

Dentro de la casa, muebles sacados de aquí y de allá: algunos, nobles, antiguos, formaban parte del ajuar original y se conservan como en un museo que se usa a diario; siguen envejeciendo útiles; otros de Ikea o reciclados, cumplen su función: albergar un montón de libros y pequeños recuerdos que, de forma precisa, describen a los habitantes pasados y actuales de este hermoso lugar. Los suelos no son menos; como los de la casa de la abuela, hechos de losetas grises, pequeñas y decoradas con motivos geométricos. El conjunto es sin duda un hogar, pero no como el de la gente corriente.

Marga (así la llaman) es de carrera geóloga. Habla ese castellano de Zamora, puro, afinado. A simple vista no encaja con el paisaje, aunque al rato de conversación queda claro que ese horizonte árido y rudo del mar tiene algo que a una mujer nacida muy tierra adentro puede llegar a gustarle.

En este mundo de los oficios de la mar, que hasta hace nada era coto cerrado para los hombres, sólo media docena de mujeres atiende faros en toda España. Históricamente los fareros eran sagas familiares, en las que uno de los hijos heredaba el cargo y continuaba la tradición. Ellos vivían y contaban las historias antiguas de barcos que lograban salir de la costa antes de encallar, de noches de tormenta en las que había que subirse a la torre para reparar la luz, o de personas perdidas que llamaban a la puerta en mitad de la noche... y así centenares de hechos vividos, unos exagerados un poco cada vez, otros que se quedaban casi olvidados con el tiempo.

Empieza con una declaración de intenciones: "No me veo viviendo fuera de La Gomera, pero tampoco en otro sitio que no sea este faro. No sé muy bien qué voy a hacer cuando me jubile. Aquí soy feliz". Le atormenta la idea de que algún día su casa sea convertida en un hotel-faro. Se comprende que lo piense, porque los edificios construidos para servir al mar no entienden de políticas, políticos, ni de "oportunidades de oro" para el turismo. El faro de San Cristóbal no parece un lugar para intrusos.

Una vez que deja claro que ha echado raíces año a año en un trabajo que es duro, solitario y bastante técnico, Marga vuelve a relajar el gesto y entra algo más en confianza. Este lugar da para el silencio interior, para la introspección mientras el tiempo -que se estira para mucho aparte de la labor cotidiana- transcurre al parecer sin muchos sobresaltos: "Hay épocas en que me ha dado por hacer puzles, en otras cocino mucho, hago mermeladas o cosas por el estilo. Sí es verdad que he ido escribiendo unos pequeños diarios, pero con lo que soy constante es con la lectura". Para vivir en el faro hay que tener lo que ella llama "un talante especial".

No sé si es modestia, o discreción, pero el Faro de San Cristóbal tiene su lío y la farera se ocupa, además de que funcione siempre, de que todas las demás señales marítimas de la isla no fallen: las boyas, las balizas a la entrada de las dársenas, incluso últimamente ha tenido que echar un cable a sus compañeros de la Autoridad Portuaria en La Palma. Allí sufrió el accidente que la tuvo fuera de juego cuatro meses; una caída por la escalinata de la torre. Gajes del oficio.

Está claro que, si tiene que coger el bote y trepar a una boya en medio del mar para reparar la iluminación, o cualquier otra cosa parecida, ella lo hace. En estos años de profesión ha ido ocurriendo casi de todo y algunas cosas han tenido un toque de surrealismo. Va con el puesto, más que nada porque en otra ocupación lo que le ocurre a una farera no sucedería nunca: "Al poco de estar en La Gomera, casi recién llegada, tuve que ir a una señal por fuera del puerto de San Sebastián. El patrón del bote me llevó, me subí a la boya y cuando me di la vuelta se había largado. Me dejó en medio del mar. Nunca supe por qué lo hizo, si porque era nueva, o era mujer. Tuvieron que venir otros a llevarme a tierra. Son de esas cosas que no se te olvidan", dice mirando al techo.

Otra noche se estropeó una de las balizas de entrada. "Hacia viento y frío, casi no logro abrir la trampilla. Ahí estaba yo, subida en la baliza con una luz en la mano e intentando abrir el acceso con la otra. Menos mal que me ayudaron y al final se arregló todo sobre la marcha". Sonríe cuando explica que hace un tiempo tocaron a la puerta en medio de la noche: "era la Guardia Civil. El faro se había parado. Claro, si estoy durmiendo no me entero de si deja de funcionar a menos que me llamen", explica. "La verdad es que esto no ha ocurrido casi nunca en treinta años. De todas formas, cuando me despierto de madrugada, se ve el faro desde la ventana de mi habitación, compruebo que alumbre, pero no suele fallar".

Esto lo cuenta al insistir. Hay muchas cosas que se guarda para ella. Es evidente: las razones de por qué decidió ir de destino en destino hasta que recaló en La Gomera; si vino tras los pasos de alguien, o si otro siguió los suyos. Eso forma parte del misterio romántico de vivir en un faro, aunque sea en el siglo XXI. Mejor no insistir.

Hay melancolía cuando acaba por definirse a sí misma: "Con el paso de los años, tengo la sensación de que a veces no sé muy bien si soy sólo la farera, o -de alguna forma- he acabado por convertirme un poco yo también en este faro. Yo estoy siempre aquí y veo cómo las personas han venido, han estado un tiempo y han acabado por irse. Así es mi vida".

De camino a Santa Cruz desde Los Cristianos, por la autopista, es un juego mirar al mar para buscar La Gomera en el horizonte, como para asegurarte de que sigue donde siempre. Muchos hacemos eso desde niños: en ruta al norte o al sur, tratamos de identificar las islas a lo lejos. Algunos hasta ven San Borondón.

Al reconocer La Gomera desde Tenerife, sabiendo que Marga está en el faro, la isla parece un poco más cerca. Es una tentación buscar la luz de San Cristóbal e imaginar que ella está en la casa, de noche, con un libro, o cerrando un bote de mermelada, o escribiendo algo que le ocurrió por la mañana. Nunca enciende el televisor. Marga tiene ese aire de la gente de Canarias que vive hacia el mar y no de espaldas a él.

Más que un faro, un barco, el remolcador saliendo a alta mar, o las luces del muelle, que nunca dejan de encenderse cada noche, los puertos son sus personas, sus oficios, las cosas que les pasan. Son los que conectan la inmensidad del océano que nos rodea con los canarios que solemos vivir de espaldas a la costa. Quizás les falta ese miedo, que igual tenemos nosotros a reconocernos aislados, nos invitan a darnos cuenta, a mojarnos los pies. Si fuéramos un poco más como ellos...