Hace años que es un comentario recurrente en el espacio académico y jurídico: la calidad de las leyes aprobadas por los parlamentos españoles se despeña cuesta abajo. Es cierto: cada vez hay más leyes deficientes, inaplicables o contradictorias con otras leyes ya existentes y en vigor. Son el resultado de la creciente incompetencia de unos parlamentos poblados por representantes sin la más mínima formación jurídica, ignorantes del Derecho y la Ley. Y de la hiperideologización de los Gobiernos o la proliferación de textos que lo que persiguen no es establecer criterios normativos o regular comportamientos, sino avalar medidas que carecen de cobertura y el Gobierno adopta o necesita justificar.

Aunque se trata de un asunto ausente del debate o las preocupaciones de los políticos, las leyes son cada vez más malas. Ocurre por lo mismo que en estos tiempos hay más música mala o más mala literatura. Porque cada vez se producen más leyes, se hacen a mayor velocidad, por una pluralidad de diputados que intervienen anónimamente en su redacción, cada uno decidido a dejar su impronta, y se proyectan para satisfacer intereses o deseos de partes del público, erosionando los principios del Derecho: generalidad, abstracción, unidad, estatalidad, previsibilidad. Y también los valores que el Derecho garantiza: certeza, sentido común, seguridad, igualdad, libertad…

La continua producción y aprobación de leyes por las Cortes y parlamentos regionales perjudica muchísimo la calidad legislativa. El crecimiento exponencial de leyes que se contradicen es consecuencia del exceso de Cámaras y de que el trabajo legislativo se juzga -como todo hoy- más por la cantidad que por la calidad. La urgencia en la aprobación y aplicación de leyes cada vez más partidarias, más intervencionistas en las relaciones sociales –menos políticas, en el sentido noble del término- impide que sean revisadas con tiempo y contrastada su eficiencia. Y luego está el recurso impúdico al decreto-ley casi para todo: las leyes no se cuecen ya a fuego lento en ponencias, comisiones y pasillos, ni se sostienen en muchos casos más allá de una legislatura o un gobierno. Así son las leyes de ahora: opacas y ambiguas, redactadas en ese lenguaje politiqués oscuro y confuso, plagado de antinomias y redundancias, incoherencias y lugares comunes que contamina el discurso de la clase política e infecta el texto normativo.

La mayoría de las leyes que hoy se aprueban son instrumentales, aparecen marcadas –y por ello sentenciadas– por su carácter radicalmente confrontador (ocho leyes educativas en cuarenta años), o se votan con carácter propagandístico a pesar de saberse inaplicables. En Canarias tenemos casos recientes de esa práctica, como la ley de Derechos Sociales, aprobada unánimemente por un Parlamento ya embarcado en campaña electoral. O la reforma de leyes existentes, que solo persigue resolver problemas de reparto de poder y canongías de las propias dirigencias, como la ley de la Televisión Pública Canaria, revisada hace seis años para quitarse a Willy García de encima, y ahora para que Francisco Moreno pueda licitar saltándose la ley de contratos del Estado sin acabar preso, o para que el PSOE pueda cumplir su compromiso de ceder a Casiiro Curbelo un representante en la Junta de Control, sin perder los dos que quiere seguir manteniendo.