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Adiós al café Atlántico

Amparo González, telefonista del bar a comienzos de la década de los 60, pone en valor la impronta de este establecimiento

Café Atlántico

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"Cuando me enteré que el café Atlántico cerraba sus puertas el domingo 30 de agosto, sentí morriña y me acerqué al lugar donde trabajé por primera vez". Amparo González Regalado, nacida en Valencia en 1945, acudió el sábado hasta unos de los establecimientos que marcaron una época en el siglo pasado junto al bar La Peña (que estaba donde hoy se localiza la oficina principal del Banco Santander, en la parte alta de la plaza de la Candelaria) o Los Paragüitas. Entrando, a la derecha, hasta ayer se localizaba el mostrador del kiosco donde Amparo trabajó de telefonista y vendía también tabaco y bombones. "Había un micrófono por el que llamaba a los clientes para avisarles que tenían una llamada telefónica", explica.

Amparo quiso visitar por última vez el café Atlántico, donde fue vivió una época muy agradable. Aunque ella nació en Valencia, se trasladó con sus progenitores y su hermana cuando tenía seis años a la tierra natal de su padre, que era policía, por lo que había dejado Tenerife al salir destinado. De regreso, recibió clases en la Academia Rodríguez Campos y luego Bayco. Con 15 años, se apuntó en la Escuela de Artes de Santa Cruz para cursar dibujo artístico durante las vacaciones. En esta etapa conoció a Conchita, una joven valenciana que trabajaba en la dulcería que tenía también el Atlántico. Su compañera en la Escuela de Artes se interesó sobre si había algún puesto para Amparo, y Eduardo Coll, el primer propietario del establecimiento, le dijo que estaba buscando una telefonista.

El puesto parecía a la medida de Amparo. Jovial, bien explicada, con verbo fluido... Con solo 15 años comenzó a trabajar en este café, los primeros días incluso sin permiso de su padre, porque era policía y tenía turnos de 24 y 48 horas y a penas coincidían en casa. A la primera oportunidad que tuvo le comentó la buena nueva, que inicialmente no fue del agrado de su padre, sobre todo, porque ella llegaba a su casa a las diez de la noche y solo tenía permiso para volver a su hogar a las ocho de la tarde. La joven Amparo se esforzó en explicarle a su padre que era un bar decente, al que acudía gente mayor y también muchos jóvenes. Le invitó a visitarlo y conocerlo con el compromiso de, "si no lo ves adecuado, me voy". Y, tras visitarlo varios días y conocerlo, accedió a que continuara. "Solo me puso estas tres condiciones: ser honrada, buena persona y tratar al prójimo como me gustaría que me trataran a mí, valores que nos inculcó en casa, porque era una persona católica y muy seria".

Allí permaneció Amparo durante un año y medio, hasta que decidió dejarlo unos meses, pero Eduardo Coll no consiguió telefonista y volvió por un corto periodo de tiempo -menos de medio año-, hasta que gracias a la carta de presentación del dueño del café, Amparo se embarcó primero de encargada del Bazar Carrillo, que estaba en el Hotel Orotava -hoy, el Olimpo-, y más tarde a la empresa Cafesa, en la que trabajó durante 42 años como cajera, también por la recomendación de Eduardo Coll, el abuelo de los actuales propietarios, la tercera generación de la familia Coll.

Una persona encantadora

"Don Eduardo era maravilloso. Siempre rodeado de señores mayores; le agradaba fumar un puro y, como yo lo sabía, se lo servía en un plato aunque en realidad se lo tenía que llevar un camarero, pero me agradaba poder hacer este detalle a un señor que era un caballero con todas las letras. Era encantador; cualquier cosa que le pedías no te lo negaba; aunque era una persona con recursos económicos -porque incluso era armador de buques-, no era nada presuntuoso, al igual que su esposa, doña Mercedes, que iba los domingos con sus dos hijos". "En la terraza se sentaba con los oficiales y capitanes de los barcos que fondeaban en Santa Cruz".

"La gente fluía como en ningún otro sitio, también en Carnaval; era un lugar clave de la ciudad. Toda la gente selecta que visitaba Santa Cruz tenía que ir a parar allí, era una época muy bonita", cuenta con añoranza Amparo, sin pasar por alto, con humor, la cantidad de pretendientes que le salieron. "Yo no decía nada, pero me esperaban a que acabara mi turno; tenía que llamar a mi hermana y a su novio y salía por la puerta de atrás huyendo", comenta con humor.

"El Atlántico marcó una época en la ciudad; se caracterizaba por la paz y la tranquilidad que se vivía allí. La paz de los amaneceres que se veían; claro, entonces no estaban los armatostes que han colocado ahora. Era muy señorial y elegante, con los camareros con su pajarita y manga baja en invierno, y corta en verano, pero siempre con pajarita". "Merecía la pena estar en ese bar".

El Atlántico fue sinónimo de un legado histórico, cultural, artístico, arquitectónico y social de Tenerife que puso en marcha Eduardo Coll Díaz, un imaginativo emprendedor de mitad del siglo XX que adquirió tres locales diferentes en uno de los edificios más emblemáticos de la ciudad, bajo el Casino de Tenerife, para convertirlo en uno solo, donde nació el Café Atlántico. En 1948 le encargó el diseño de la obra al arquitecto José Enrique Marrero Regalado, autor del edificio del Cabildo o la Basílica de Candelaria, hasta convertirlo en "la puerta de entrada de la ciudad, ensalzando su vinculación con el Puerto y la plaza de España". En los años cuarenta, los cronistas recuerdan que "la vida social y el ocio de la burguesía de Santa Cruz combinó el paseo, la visita a los cafés, la asistencia a espectáculos y la pertenencia a diferentes sociedades". Este café "contribuyó a la construcción de pensamiento crítico y a la expansión de la cultura en unos momentos difíciles, como punto de encuentro de célebres escritores, pintores, músicos y artistas".

Gracias a Martín Regalado, contratado por Eduardo Coll, se ejecuta una reforma al estilo neocanario de la época en el que se podían reconocer las carpinterías de guillotinas de gran formato de la fachada, o los característicos azulejos tornasolados en color cobre en paredes, con un original patrón geométrico en contraste con el color beige y turquesa; las falsas vigas en el forjado, cornisas y elementos decorativos de carácter ornamental, o una gama cromática sofisticada y elegante que combinaba vino burdeos, beige, colores cobre, negro y pinceladas de turquesa en la pared del comedor.

La decoración de la barra, con elementos de madera, molduras incrustadas, mármol rojizo y acabados en cobre, o el mobiliario de madera, espejos y lámparas de la época, con un marcado estilo neocanario obra del decorador y escultor Juan Márquez.

Y presidiendo un lateral del comedor, El Teide y los Azulejos, óleo sobre lienzo que encargó Eduardo Coll a Manuel Martín González para la inauguración del Atlántico y que ya descansa sobre otras paredes. Sirva como recordatorio que en el año 2000 fue restaurado por Charles Rake, a la espera de un futuro prometedor que se le resiste, veinte años después, en el local del Casino.

Cierra el Atlántico y nace la leyenda del Café que acunó enamoramientos y tendencias culturales durante tres generaciones.

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