Opinión | A babor

Mariconeo

El Papa en una foto de archivo

El Papa en una foto de archivo / Evandro Inetti/ZUMA Press Wire/d / DPA

Aclaro que ni trabajo en la COPE, ni Dios me llevó por el camino de la fe. Estudié en un colegio de curas pero nunca sufrí más vejación o tocamiento que los salvajes tirones de orejas del padre Vaquero, que en gloria esté. Les doy mi palabra de que todos fueron sobradamente merecidos, y alguno de ellos incluso vengado, porque en aquellos primerísimos años setenta, un colegio de curas no era precisamente un redil de damiselas, y ya nos las apañábamos para defendernos con barbaridades variadas, que no contaré aquí por si no hubieran prescrito.

Les cuento todo esto para advertir que no tengo especial interés en defender al padre Bergoglio, obispo de Roma y destino favorito para el álbum fotográfico de políticos de todos los colores. Es un señor interesante, con un pasado polémico y muy buena prensa entre el personal de izquierdas, y a mí me cae razonablemente bien, pero no tanto como para obviar el hecho evidente de que reina sobre una multinacional de la culpa y el perdón, de la que deje de ser adepto hace más de 50 años. Si me acerco a su gazapo del día, esa declaración suya a un reducido grupo de conmilitones con sotana, sobre la conveniencia de no aceptar curas homosexuales en el seminario, no es porque comparta o deje de compartir su criterio. En realidad, no me considero legitimado para opinar sobre las reglas que aplique la Iglesia católica para ingresar en su escuela de sacerdotes, como tampoco me preocupan mucho los reglamentos del CD Tenerife, o los del Real Club Náutico, entidades en las que es voluntaria la adscripción y en las que no milito ni tengo intención de hacerlo. Creo que las reglas de la Iglesia católica son un asunto de exclusivo interés y competencia de los católicos.

De este asunto del Papa porteño y su arrebato heterosexual en defensa de los intereses y normas tradicionales de la Iglesia, lo que me sorprende no es que se le escapara un palabro malsonante, es la entidad alcanzada en todo el mundo por unas declaraciones pronunciadas de forma íntima y privada, sin intención alguna de que fueran divulgadas.

Creo yo que las conversaciones privadas -cuando llegan a tener proyección pública- deben ser juzgadas con sentido común y contención: ni la más nimia conversación privada está libre del riesgo de contener consideraciones o adjetivos que no resistirían la exposición pública. Hablamos de forma muy diferente cuando lo hacemos con intención de que lo que decimos trascienda, y cuando estamos en confianza. Por lo general, en privado y entre amigos usamos un lenguaje cuyo uso público resultaría inaceptable. Y cada vez más, porque los usos restrictivos, la generalización de lo políticamente correcto y el temor a las inquisiciones y códigos del wokismo, han trasformado nuestro lenguaje público en un galimatías exquisitamente vacuo, un latín para iniciados que a veces se hace incomprensible, y en el que se habla mucho pero se dice poco. El lenguaje de la intimidad es más breve, más directo, a veces recurre a la procacidad, la simplificación o tira del humor inadecuado que cada vez nos prohibimos más.

En el pasado, la distinción entre público y privado no era tan necesaria, porque la inmensa mayoría hacía un uso esencialmente privado de la comunicación. La tecnología no nos vigilaba ni la lengua ni las intenciones, y los grupos humanos eran más conscientes del valor de la intimidad y la confidencia… Pero lo peor del incidente del Papa no es la constatación de que uno no puede ya ni fiarse de curas y obispos para guardar un secreto, sino la airada desmesura de las comunidades y asociaciones homosexuales y sus aliados, por el uso privado (pero revelado) de un término que se juzga despectivo e hiriente.

Puedo estar equivocado, pero a mí me parece obvio que el Papa no intentaba ofender, sino explicar de forma inteligible por su audiencia que la doctrina establece unas reglas sobre el celibato que no todos los sacerdotes cumplen, y una cosa trae la otra. Es algo que siempre ha ocurrido en grupos de varones encerrados, en unidades militares, en prisiones, en internados, y nadie debería sentirse especialmente sorprendido por ello, ni porque el Papa lo reconozca sin alharacas ni hipocresías. Pero ha bastado una palabra mal traducida para liarla parda.

El hombre ya ha pedido disculpas, pero hoy da igual que exista expresa petición de perdón, o nula voluntad de ofensa, quizá porque lo que sobra a espuertas es voluntad de sentirse ofendidos. Hoy funciona extraordinariamente bien eso de ofenderse. Formar parte del ejército creciente de los que se sienten ofendidos, maltratados, preteridos, desatendidos, de los victimizados por la sociedad y sus múltiples injusticias, se ha convertido en el mejor pasaporte para despertar el efímero interés de las masas y los media. Ser víctima de algo, haber sufrido en algún momento algún maltrato o carecer de la atención debida es la llave que abre las puertas de la pequeña fama y de esos virtuales mensajes de apoyo y solidaridad instantánea que no comprometen a nadie más allá de un par de clics.

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