Opinión | A babor

Variaciones sobre el monotema

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. / EP

La decisión de Pedro Sánchez de renunciar a presentar los Presupuestos 2024 supone de facto la congelación de cualquier posibilidad de avanzar en la agenda canaria. Eso significa el bloqueo de los recursos previstos para obras hidráulicas, costas, el programa contra la pobreza, el plan especial contra el paro, el convenio de carreteras, el de infraestructuras turísticas, la desalación para uso agrícola, los planes de vivienda y el plan de infraestructuras educativas. Para Canarias perder todo eso es un desastre que supone, más allá de la escandalera o la propaganda, retroceder en recursos. Y eso exactamente es lo que va a ocurrir: Canarias se queda sin poder cobrar ni uno sólo de los compromisos adquiridos por el Gobierno de la nación en la firma de la investidura. Se prometieron 7.400 millones de euros y de repente solo están garantizados 6.950, 450 menos.

Y además hay ya un descuadre de 168 millones en las propias cuentas canarias, en el capítulo de ingresos. La renuncia a sacar este año las cuentas del Estado implica la prórroga de los presupuestos del año pasado. Teóricamente eso debería significar estar en condiciones de gastar lo mismo, en las mismas partidas. Pero hay trampa: lo que no suele decirse es que las inversiones no se prorrogan. Concluyen cuando toca, y los cuartos previstos para inversiones concretas en los anteriores presupuestos no se convierten en inversiones nuevas. Por eso, unos presupuestos prorrogados son unos presupuestos en los que no se crea riqueza. Para los gobiernos, no es un drama: atienden las crecientes exigencias de las clases pasivas, pueden disponer de recursos para hacer malabarismos, pero invertir no se invierte ni un euro, excepto en los proyectos plurianuales. Y en una región como Canarias, la inversión pública –que no es ni de lejos comparable en volumen al gasto público– es un factor real de creación de riqueza.

La prórroga de los presupuestos 2023 provoca además que las islas pierdan los fondos extra con los que se contaba tras el Consejo de Política Fiscal y Financiera celebrado a finales del año pasado. Excepto que la ministra Montero sea capaz de sacarse algún conejo de su chistera, Canarias tendrá que hacer frente a los gastos de este año con los mismos recursos que recibió del Sistema de Financiación en 2023.

Es verdad que el drama podría haber sido mayor: la consejera de Hacienda pudo haber incorporado las promesas y compromisos del Gobierno de España a los presupuestos, pero eligió ser prudente y dejar esas promesas y sus cálculos fuera. Prefirió trabajar con hechos a hacerlo con fantasías y promesas, y eso ha servido para que el perjuicio sea bastante ajustado. Aun así, el desfase entre lo que se preveía ingresar y lo que se ingresará, si Montero no encuentra la forma de arreglarlo, va a ser duro de asumir.

A Sánchez no le preocupa demasiado el incumplimiento de sus promesas. Si le hubiera preocupado, si le importara cualquier otra cosa que no fuera su propia supervivencia, Sánchez habría intentado sacar los presupuestos. Pero ha preferido no evidenciar que es rehén de Puigdemont en todas y cada una de las votaciones que se produzcan desde aquí al final de la legislatura. En la política común europea, no es de recibo que un Gobierno que pierde la votación de los presupuestos continúe en el poder. Sánchez no puede correr el riesgo de ser echado del Gobierno por Puigdemontdespués de concederle la amnistía pret-a-porter que le ha confeccionado a medida.

Quizá la reflexión más difícil de asumir, sobre todo para quienes aún confían en la voluntad trasformadora y progresista de la que alardea el Gobierno, es la de que –desde que Sánchez manda–, de una forma u otra, son las regiones ricas las que se salen con la suya e ingresan más, mientras los territorios pobres se ven maltratados en lo que de verdad importa, que es el reparto de la tarta presupuestaria. Sorprende que esa inversión de la solidaridad –parece que ahora son los pobres los que deben ser solidarios con los ricos– la izquierda que nos gobierna la considere una política progresista. Sinceramente, no lo es: no es progresista permitir al que más tiene –ya sea dinero o poder o ambas cosas, que es lo más frecuente– mangonee en su provecho a los más débiles.

Renunciar a aprobar los presupuestos implica el reconocimiento expreso de que no se está en condiciones de sacarlos adelante. Un gobierno incapaz de distribuir el gasto para poder aplicar sus políticas es un gobierno inútil, un gobierno que ya no sirve para nada. Excepto quizá para recordarnos todos los días la enorme equivocación que supuso votarlo.

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