Opinión | Risas y fiestas

Aida González Rossi

«Guilty» pleasures

«Guilty» pleasures

«Guilty» pleasures

El otro día estaba hablando con alguien y salió esa idea: guilty pleasure, placer culpable. Quise ponerme en posición de defensa, ladrarle a la expresión, mandarle un mordisquito que le demostrara que a mí no va a pasar en toda su vida entera. Pero no lo hice, dejé las cosas así, respondí sí, total, para mí también, bajé la cabeza y pensé qué horribles son los automatismos del lenguaje y cómo cuesta combatirlos.

El lenguaje tiene muchos automatismos, claro, y muchos son más graves que este (por ejemplo, ¿no nos impactamos si pensamos en todas las fórmulas que usamos en el día a día y tienen que ver con la cultura de la violación?), sin embargo la gravedad de unos no disminuye la gravedad de los otros y que nos lo parezca es otra trampa lingüística. Sí, nuestras lenguas retienen en su memoria muscular horrores que ensombrecen este, y lo que ocurre con las sombras es que la nitidez se pierde, se ignoran algunos contornos y piedritas tiradas, chicles manidos que tienen su historia y a alguien pertenecieron y por algo están ahí secándose tan duros y negros y, si te fijas de verdad, dan un asco que te mueres. Hago aquí un alto para declarar que nunca quiero dejar de indagar en las cosas pequeñas, que nunca quiero dejar de saber que las cosas pequeñas también esconden pliegues.

En fin. Lo que quiero decir es que poco a poco hemos ido desterrando lo de guilty pleasure y me alegro, y lo hemos hecho a fuerza de fijarnos en lo que una construcción aparentemente inocente esconde. En la pequeña incomodidad en el estómago o la pequeña disonancia entre lo que somos, lo que disfrutamos, y lo que decimos que somos y disfrutamos. El lenguaje debería ser una herramienta para mostrarnos, no para escondernos. También son problemáticas las maneras de usarlo que nos echan la sombra encima. Como lo de antes. Nosotras, partes importantes de nosotras, el chicle. Nosotras hechas un collage de nosotras mismas que solo puede enseñarse en la intimidad y que fuera de la intimidad genera vergüenza, culpa, que fuera de la intimidad sobra y no puede crear significados y no puede alcanzar la dignidad que alcanzan otras yo.

Yo he sido víctima absoluta del «placer culpable». He pasado mucho tiempo escondiendo muchas cosas que me gustaban, escribiendo en teclados que no eran el mío verdadero, dejando de pensar en cuestiones que me resultaban absolutamente interesantes y, sobre todo: no compartiendo con mis amigas canciones que me hacían soñar o estar muy triste, menguando recuerdos hermosos de mi adolescencia solo porque ya no estaba justificado disfrutar con ello, olvidando películas, escondiéndome para jugar juegos, estableciendo una línea muy robusta entre lo que me gusta y lo que debe gustarme.

Eso tiene consecuencias.

La primera, la pérdida. El placer es lo que vale la pena de la existencia. Y enturbiar las sensaciones lícitas de placer lo que hace es transmitirnos una concepción muy mala de lo que significa el disfrute: disfrutar de ciertas cosas te alza, te convierte en una persona más válida; disfrutar de otras disminuye tu valor. El valor (repito, del placer lícito) debería ser el placer mismo, la estimulación, el poder no hacer nada alrededor de ello, el poder escarrancharse viva y habitar esos paisajes y simplemente. Simplemente.

La segunda, aunque viene en realidad de lo mismo, es la vergüenza. No quiero pasarme la vida avergonzándome de cosas que a mí me parecen bien. La vergüenza es, en muchos sentidos, lo contrario al placer, y la vergüenza lleva al silencio, y el silencio lleva a que solo se reproduzca un tipo de discurso, solo un tipo de enredón de pensamiento valiendo lo suficiente la pena como para escribir sobre él y habitarlo.

Yo he sido víctima del «placer culpable», y eso me ha llevado a tener que arrancarme caspas y caspas de cosas mías que no sabía decir. Los automatismos del lenguaje (las fórmulas tan asentadas que ni siquiera nos las cuestionamos, tan naturalizadas que cómo responderlas sin que parezca que protestamos sin razón) no funcionan solo en sí mismos: también lo hacen desde la estructura. Se van extendiendo, les van creciendo ramitas, y el guilty pleasure nos dice: lo que haces en casa, en tu soledad y contigo misma, debe pasar un filtro antes de ser contado. Y el filtro es: ¿es lo suficientemente «válido»? Es curioso analizar un poco cómo una de estas ramas engrifadas, por ejemplo, se eleva y empieza a rascar el dialecto, una rascadita así poco a poco pero fuerte y fuerte y fuerte… Cómo nos enfrentamos, por ejemplo, a la página en blanco posicionándonos en una forma de hablar que no es la nuestra.

Neutra y sin culpa.

Eliminándole el placer.

Todo lo que nos gusta nos gusta y hablamos como hablamos. Saberlo nos quita las sombras de encima.

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