Opinión | EL RECORTE

El odio ciego

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. / EP

Cuando Pablo Iglesias lanzó su envenenado consejo a Pedro Sánchez, no fiarse de los que tienen las manos manchadas de cal viva, estaba diciendo, sin decir, que Felipe González era el Señor X del terrorismo de Estado de los GAL. Aquellos patriotas parapoliciales que se dedicaron a acojonar y matar a etarras con tanta urgencia que no pudieron comprobar si los que estaban apiolando eran realmente terroristas o inocentes. Aplicaron el viejo principio de las cruzadas: nosotros los matamos a todos y luego que dios vaya separando a los buenos de los malos.

En este país, desde los parturientos albores de la democracia, los políticos han usado y abusado del insulto y la descalificación hacia el adversario. Unos con elíptica y venenosa elegancia –como Iglesias– y otros de forma zafia. El hoy angelical Alfonso Guerra rajó de casi todos. De Gerardo Iglesias presidente de Izquierda Unida dijo que llegaba «demasiado cargado a los actos públicos». De Miquel Roca relacionó su apellido con el de los famosos retretes. Y a Pedro Sánchez, fijateeeee, cuando aún eran amigos, lo defendió de las críticas del PP diciendo que «cada uno elige quién le representa mejor: hay personas que abuchean a un presidente y otros que aplauden a una cabra».

Pablo Iglesias se burló de Ana Botella diciendo que era alcaldesa de Madrid por ser la mujer de Aznar. Escupió al cielo y luego le cayó el lapo de Irene Montero en el ojo. A la esposa de Iglesias le han dicho de todo, entre otras cosas (Vox) que «solo ha estudiado en profundidad a Pablo Iglesias». De Yolanda Díaz han dicho que es una comunista fashion que trabaja entre peluquería y peluquería y que de maquillaje sabe mucho. Esto último se lo soltó Núñez Feijoo, a la que Díaz había llamado anteriormente macarra. Y una socialista, Amparo Rubiales, llegó a decirle a Isabel Díaz Ayuso que era una «tonta» e «inferior». Mucho antes del me gusta la fruta.

La imagen de Díaz Ayuso ha sido apaleada en un escenario. La cara del rey Felipe VI ha sido quemada junto a la bandera española. Se han incinerado muñecos de Carles Puigdemont. Se ha gillotinado una foto de Rajoy. Y este fin de año unos manifestantes llevaron una piñata con la forma de un muñeco de Pedro Sánchez que colgaron de una farola, frente a la sede del PSOE, para molerla a palos: lo que Santiago Abascal anunció en Argentina hecho casi realidad. Ya lo ha dicho la actriz progre Esty Quesada en una entrevista de televisión con Gabriel Rufián: «con la gente de Vox lo que hay que hacer es comprar armas y matarlas». Peldaño a peldaño vamos desandando el camino hacia la violencia de la que venimos. ¡Ánimo, ya estamos más cerca!

A día de hoy es probable que una gran mayoría de españoles estuviera por colgar a todos sus políticos por algún sitio de cuyo nombre no logro acordarme. No porque se insulten mucho y mal, sino porque se han convertido en una insoportable casta que dilapida su prestigio en una especie de suicidio mediático. En el país de los ciegos de odio el tuerto no es el rey: es Felipe VI y se llama España.

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