Opinión | LOS LUNES CON JUAN INURRIA
Juan Inurria
Me gusta la fruta

Isabel Díaz Ayuso junto a los presidentes autonómicos Fernández Mañueco y López Miras, en la primera sesión de la investidura del Congreso. / EPC
Que los políticos hagan campaña para que el consumo de fruta es fantástico. Y que lo manifieste Ayuso –que crea tendencia–, es magnifico. Desde que lo dijo en el Congreso está aumentando el consumo. Mercadona está privadísima y mi amigo Gerardo, que es agricultor, ni os cuento. Y el que era ministro, ese tal Alberto Garzón, en vez de aplaudirla y felicitarla por tal ocurrencia va y se molesta y se va, y se va hasta de la política. Ese ministro saliente que decía que había que dejar de comer chuletones. Y es que Ayuso consiguió acabar hasta con Iglesias. Y eso Sánchez lo sabe, por eso le dedicó tiempo en el pasado discurso de investidura, a ella y a su familia. Y es que no hay nada como la ironía para el desarme de mentes huérfanas de neuronas. Y hasta hay quien se ofende por expresar los gustos culinarios. Y es que España es un país de frutas.
Hace años tuve la ocasión de defender un caso en el que acusaban a mi cliente de usar en sus columnas de opinión frases con expresiones malsonantes y ofensivas para el contrario. En sus artículos se refería a un personaje público como «hijo de p...». Y claro, cuando llegamos el día del juicio, el abogado del ofendido le preguntó al columnista: «¿Usted ha escrito que mi cliente es un hijo de puta, verdad?». Y el respondió con contundencia. «Eso, jamás. ¿Por quién me ha tomado usted, leguleyo?». Continuó con una retahíla de frases que duró mas de quince minutos. En ellas explicó lo que podía significar esa frase. Co... o hijo de pi..., hijo de pa..., hijo de pe..., pero jamas hijo de puta. Su respuesta terminó con otra dirigida al abogado contrario. «¿Es posible que usted pensara que hijo de p..., es hijo de puta? Y el problema lo tiene usted por pensar esas cosas tan terribles. Y es que una cosa es lo que se escribe y otra distinta lo que se entiende. Lo mismo ocurre con lo que se dice, así que no diga usted, letrado, que yo he dicho ni escrito hijo de puta. Una cosa es hablar y escribir y otra entender, y yo no le puedo enseñar a lo último», sentenció.
Susana Díaz, la expresidenta del PSOE andaluz, fue muy clara y elocuente el otro día al decir que se deben guardar las formas y el respeto en los parlamentos y que está en contra de esas formas, vengan del color político que vengan. Se ha impuesto el chavacanismo más vulgar en esos templos de la palabra. Aunque la sociedad va cambiando se normalizan la vulgaridad y la falta de refinamiento, que se traslada a los parlamentos con actos continuos de descrédito entre unos y otros, con el uso ya no recurrente del insulto, sino con actos de desprestigio y ataques al honor y la reputación constantes, siendo caldo de cultivo muy fértil donde se desarrollan alegremente las ofensas, las infamias, las injurias, las calumnias.
Estas nacieron en la Roma clásica y con el desarrollo pretoriano y la jurisprudencia de la época llegaron a refinarla para concluir que las ofensas suponían una falta de reconocimiento de los derechos que a todo ciudadano romano le correspondía. Y sobre todo si afectaban a su dignidad. Nació la noción de la injuria. La difamación oral y escrita ya pululaba en los oráculos desde el siglo III a.c., lo que llamaron actio iniurarium. Así que esto nos conduce a pensar que los primeros ofendiditos provienen de la Roma clásica.
Así que tengamos en cuenta que una cosa es la opinión pública y otra cosa es la opinión publicada. Y una cosa es lo que se dice y otra cosa es lo que se piensa que se dice.
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