Opinión | A babor

El día después (y los siguientes)

El presidente del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo, interviene durante la primera sesión del debate de investidura de Pedro Sánchez.

El presidente del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo, interviene durante la primera sesión del debate de investidura de Pedro Sánchez.

El día después es hoy. Y los siguientes los que vienen, que serán sin duda complicados. Las sociedades tienden a darle una enorme importancia a los días señalados, tanto los de carácter más privado –cumpleaños, onomásticas, bodas, graduaciones– como los de carácter abiertamente público, como la investidura, las conmemoraciones políticas o patrióticas (cumpleaños sociales, a fin de cuentas), pero lo que debería preocuparnos es lo que viene después. Una boda es una declaración de intenciones, pero luego hay que afrontar una vida en común, establecer las reglas y formatos de la convivencia, repartir recursos, afrontar obligaciones… por eso el divorcio es hoy una práctica tan extendida. Porque los días importantes son solo el punto de partida de un devenir siempre complejo.

En los últimos dos meses le hemos dedicado al debate de investidura –primero de Feijóo, luego de Sánchez– ríos de tinta y especulaciones. Al final, ha ocurrido lo que se esperaba: Sánchez ha cerrado siete pactos de Gobierno diferentes, con todas las fuerzas de la izquierda española, dos de ellas abiertamente secesionistas, y con tres partidos nacionalistas de derechas, dos de ellos también secesionistas. Ha costado construir una mayoría que se adivina inconstante y pendenciera, y cuyas piezas ya se han presentado públicamente –en los dos días de la investidura– como antagónicas con el PSOE en sus ideas claves. El acuerdo suscrito en Bruselas entre los enviados del todavía hoy prófugo Pugdemont y los de Pedro Sánchez se cerró con un hasta ahora inédito formato de acuerdo, que lo que hace es verificar la existencia de un desacuerdo visceral, atravesado por el aliento de sostener una mayoría que hará o evitará que se haga (según que parte del acuerdo se lea) que la próxima sea el referéndum. Ese acuerdo y el suscrito con el PNV son acuerdos que parecen básicamente ideológicos, entre el independentismo de derechas y la izquierda sanchista, pero que esconden importantes cesiones de soberanía fiscal y de igualdad de derechos ante la ley, también inédita hasta hoy en los pactos firmados por el PSOE en los últimos años.

Es evidente que en los próximos tiempos se vivirán tensiones y conflictos entre los independentistas catalanes y vascos y el gobierno al que sostienen. El alcance de esas tensiones, y su contagio al conjunto de la sociedad española marcarán el futuro del Gobierno –eso seguro–, y quizá del país.

Pero no son las únicas dificultades a las que se enfrentará Sánchez: dentro del propio ejecutivo, la fuerza principal en ese artefacto político de creación sanchista que es Sumar, sigue siendo el partido de Pablo Iglesias. Un dirigente en horas bajas, pero con los mimbres y el tiempo suficiente para volver a ser un actor principal en el desarrollo de los acontecimientos. Perdido el interés por la transversalidad y otras zarandajas yupis, instalado en sus orígenes revolucionarios y rupturistas, Iglesias está decidido a crear problemas a su antaño protegida Yolanda Diaz, y a demostrar su independencia de Sumar y de un Gobierno que ningunea el valor de los votos podemitas. Es otro frente abierto que quizá traiga cola, especialmente si Iglesias logra erigirse -–omo pretende– en el instrumento necesario para la presentación y defensa en el Parlamento Europeo de las querencias secesionistas de la izquierda.

Hay más conflictos y problemas que se sumarán a estos en los próximos días, semanas y meses, y no va a ser el menor de ellos el tener que liderar un gobierno sostenido por fuerzas tan dispares. Pero no conviene desdeñar lo que va a suponer gobernar en un periodo de polarización brutal entre izquierdas y derechas, con la mayoría de las autonomías decididas a iniciar la pelea de la financiación, y con la derecha controlando la mayor parte de las regiones y de las grandes ciudades perjudicadas por las concesiones fiscales y presupuestarias de Sánchez al independentismo.

Y por último, está la oposición del tercer poder del Estado –el judicial– dispuesto a afilar sus armas para hacer fracasar la legislatura de Sánchez. La guerra institucional que va a suponer la aplicación práctica de la amnistía –no digamos si el Gobierno acaba dejándose arrastrar a la pulsión vengativa de la lawfare contra los jueces– va a ser, sin duda, el factor más difícil de torear por un Gobierno cuyas veleidades con el poder judicial no gustan mucho en Europa.

Esta es, muy en resumidas cuentas, la situación a la que se enfrentará el superviviente Sánchez desde el día después de la investidura y durante los 1.400 días que le siguen hasta completar la legislatura. ¿Completarla? Es una forma de hablar. Sánchez ha desatado fuerzas difíciles de controlar, tanto entre sus aliados como entre sus adversarios. De su extraordinaria pericia para la supervivencia y el cambalache depende una legislatura que –solo horas después de la fumata blanca– se percibe ya descompuesta.

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