Opinión

Cosechar ideas desechadas

Una persona escribe en un cuaderno

Una persona escribe en un cuaderno / El Día

«Apúntenlo todo, no tiren nada», recomendé, hace unos meses, a un grupo de estudiantes de secundaria. A esa edad, yo destruía casi todo lo que escribía. «Nunca saben cuáles son las pequeñas ideas que pueden ayudarles a escribir, por ejemplo, un libro», seguí diciendo. Yo, que vivo con la nostalgia de una viuda por todas esas ideas que no apunté en su momento y se fueron volando al país donde viven las ideas olvidadas.

Hablé después sobre Annie Ernaux. Les conté que la premio Nobel de Literatura escribía diarios desde que era pequeña y los usó, con el paso del tiempo, para reconstruir y narrar su vida en forma de novelas. Usando como materia prima los sentimientos de cada momento, sin el macerado de los años que hace confundir las emociones de ahora con las del pasado. Porque todo lo que sucede adentro, para lo que se dificulta encontrar palabras en crudo, es un bullir constante de cambios.

Cometemos el error de pensar que siempre recordaremos intactas las ideas que se sienten fuerte, que no hace falta apuntarlas. Pero la realidad es que, poco a poco, los sentimientos se filtran, se mezclan, se cuelan y difuminan. Por muy intensos que hayan podido ser, todo cambia con el reposo. Aparecen nuevas ideas que se complementan, distintos puntos de vista, información que descascarilla algunas capas del pensamiento. Olvidamos unas partes y reforzamos otras. Mutan a paso lento. Tan lento que cuesta darse cuenta del cambio y, al final, el pasado se acaba recordando distinto.

Por eso, escribir a posteriori puede resultar en un potaje de experiencias ajenas, la romantización de los peores momentos de una vida y el olvido de esos detalles que son mucho más que detalles, porque dan cuerpo a lo que hemos sentido.

La solución más evidente, dejar las ideas por escrito, es una labor sin descanso que apremia en los momentos menos oportunos. Básicamente, en los pocos respiros de la dinámica abusiva del día a día que exige producción constante. En la ducha, conduciendo, cuando el cansancio precipita los párpados como dos yunques, o al despertar, con los ojos pegados y los sueños volátiles. Las ideas son como pajarillos que pasan volando, escopetados sobre nuestras cabezas, sin dejar margen de tiempo para sacar la cámara e inmortalizarlos. Muchos no anidan nunca en el bloc de notas del móvil y se extravían para siempre.

Desearía vivir en el país de las ideas olvidadas para recuperar todas aquellas que he perdido por despistada o confianzuda, creyendo que siempre me acordaría de ellas. Aunque, he de admitirlo, idealizo lo que podrían haber sido desde la añoranza de quien olvida. La misma añoranza que llena tantas bocas con el dicho remasticado, como chicle pegado bajo un pupitre, de que todo tiempo pasado fue mejor (mentira).

Para ser honesta, lo más probable es que desechase la mayoría de mis ideas viejas. Seguramente las vería desde arriba, como una versión cruda y mal sazonada de mi pensamiento. Demasiado prematuras. Puede que infantiles. Incluso vergonzosas.

Es lo que tiene el cambio. Crecer, madurar, evolucionar; como queramos llamarlo. Nos damos cuenta cuando alguien saca los álbumes familiares para exponer las fotos de los años de preadolescencia en los que nos creíamos las reinas y los reyes del mundo con esos peinados, esas ropas, esas poses. Los recuerdos mantienen humilde a cualquiera.

Con la escritura pasa algo parecido. No es raro que con el paso del tiempo dejemos de identificarnos con lo que una vez escribimos, cuando teníamos la cabeza en otro sitio, y acabemos haciéndole la cruz. Es contradictorio. Mientras peleo por recordar ideas pasadas, reconozco que quiero olvidar, destruir o fingir que nunca salió de mi cabeza lo que hoy me da vergüenza identificar como propio.

Pero lucho cada día contra todas mis versiones anteriores por asimilar que no hay vergüenza en haber pensado, por mucho que fueran ideas verdes sin germinar. Cuesta, pero trato de no borrar mis palabras a los pocos días de haberlas escrito. A saber si algún día puede salir algo de ellas, aunque sea con muchos remiendos. E intento, también, rescatar ideas y amarrarlas para que no se escapen. Como si las expusiera en álbumes que, más allá de documentar el cambio físico, exhiben textos que se enhebran para narrar una vida.

Veo fotos mías de hace unos años y me pregunto qué estarían pensando esas versiones anteriores de mí. Intento recordar las ideas que apuntaban, la mayoría destruidas por otras versiones anteriores más cercanas a la versión actual, que no es sino otra versión anterior de lo que seré mañana. Trato de descifrar el pensamiento de todas ellas. Solo alcanzo a recordar ideas sueltas, probablemente tergiversadas y contaminadas por mí misma.

El tiempo y el olvido me lo ponen difícil pero, a veces, algún detalle trae la memoria de vuelta. Tuerzo el gesto, a veces, porque no me puedo creer que fuese tan estúpida. Pero también, a veces, recuerdo que soy humana y debo permitirme tener ideas absurdas, obscenas, ingenuas, ridículas y feas. Así que escribo, recopilo y almaceno ideas, luchando por no destruirlas.

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