Opinión | Observatorio

La lección de Allende

La lección de Allende.

La lección de Allende.

Ha sido visto y no visto. Ni tuve tiempo para presenciar emocionado el continuo llegar de coronas de flores a la plaza de La Moneda. Sólo tuve tiempo para rendir mi humilde homenaje a Allende en el encuentro que el Centro Gabriela Mistral organizó en la Universidad Diego Portales, presentado por su rector Carlos Peña. En él compartí mesa con David Rieff, Adriana Valdés y Leonardo Padura. En otra mesa intervinieron Christopher Domínguez, Jon Lee Anderson y la directora del Instituto de Filosofía Aïcha Messina.

Mereció la pena un viaje tan largo, de apenas dos días, para recordar emocionado la fraternal experiencia del pueblo español y del chileno, víctimas de dictaduras que se imitaron entre sí como modelos.

Ambas fueron dictaduras constituyentes que ejercieron poderes soberanos y lograron forjar el capitalismo actual de los dos pueblos, una acumulación nueva y una clase capitalista que gestiona una constitución económica neoliberal. Ambas dictaduras se levantaron sobre una síntesis extraña entre un pensamiento católico radical, que en último extremo procedía de Donoso Cortés y que llegó a Chile por la vía de Ramiro de Maeztu y Víctor Pradera hasta fecundar a Jaime Guzmán, y un pensamiento económico liberal individualista y fuertemente darwinista, ajeno a toda doctrina social de la Iglesia.

Ambas dictaduras se vieron como infinitas y dividieron a sus pueblos, de tal modo que siempre hubiera facciones suficientes de las que extraer legiones de seguidores dispuestas a justificar hechos crueles y ocultar los crímenes de los dictadores. Así se impide recordar los hechos como un pueblo unido, asentado en fuertes convicciones democráticas. De esta manera se eterniza el efecto de la dictadura. Pues esos defensores ponen condiciones a la democracia que solo ellos saben cuáles son, y confiesan abiertamente que volverían a apoyar el golpe en caso de darse. De este modo, lo que realmente quieren es condicionar la democracia en su integridad, tutelarla a placer.

Allende invocó en sus últimas palabras la certeza de que su sacrificio «sería una lección moral». Era lo más contrario a la felonía, la cobardía y la traición. Esta será para el mundo una verdad histórica. Pero todavía, más allá, debemos extraer la lección política de su sacrificio. Allende y los mártires de la democracia chilena ofrecieron su vida para mostrar al mundo la abismal diferencia entre la siempre limitada capacidad de producir injusticia de la democracia y la ingente, criminal y monstruosa capacidad de producir injusticia de las dictaduras.

Cuando miramos atrás, vemos que, en 1973, nada impedía un esfuerzo más para lograr aquel equilibrio entre dos formas de entender lo que por doquier se veía como una revolución necesaria, la defensa de la libertad y de la igualdad. En aquel tiempo de negociación continua, de zigzag, de conversaciones discretas y secretas, de mediaciones, todavía podía seguir alentando la llama de la fraternidad chilena. Quizá la lección política que debamos extraer de aquellos días es que, al haber dos formas de entender por separado la integridad de la revolución democrática, se olvidó que lo auténticamente revolucionario era juntarlas, equilibrarlas, compensarlas, darles espacio y tiempo para desplegarse a la vez, negociar entre ellas.

La revolución de la libertad y la revolución de la igualdad, inseparables, constituyen la revolución de la democracia. La dignidad no puede quedar solo de un lado. La dignidad se halla en la unidad de esas dos aspiraciones. Y su continuo ajuste hace necesaria la democracia infinita.

El tiempo de las dictaduras no es el tiempo de la democracia. La forma de ejercer el poder por parte de las primeras es la decisión soberana personal. La de Pinochet no produjo ni libertad ni igualdad. El tiempo histórico de la democracia infinita es la negociación permanente, porque la democracia sabe que ninguna formación de poder podrá jamás extinguir la diferencia en libertad e igualdad.

Una constitución democrática es la que deja echar a andar la revolución de la democracia, la que promete fraternal fidelidad a la igualdad y a la libertad, inseparablemente. Y la que se dota de una organización política capaz de equilibrar los humores que defienden preferentemente a una y a otra.

La gran evidencia es que la dictadura infinita se abre paso allí donde los seres humanos son reducidos a individuos, y allí los dominados no podrán escapar ni a su dominación ni a la desigualdad.

Ni un solo lugar donde la ciudadanía se junte puede ser despreciado; ni una sola institución capaz de disolver el estado de masa. Todo menos ese encuentro inmediato, narcisista, de líderes y masas que aclaman. La constitución es la promesa de luchar con fuerzas capaces de lograr equilibrios, la promesa de no sacrificar ni libertad ni igualdad, en el presente, hoy; la promesa de equilibrar la fuerza del Popolo minuto con la del Popolo grasso, cada uno con sus dirigentes capaces de ejercer la virtud política que comprende que esa división jamás desaparecerá y que la lucha será eterna, indecidible, continua, infinita. Por eso su forma es la tensa negociación perpetua del tiempo democrático.

Esa es la democracia sin tutelas, regulada por la virtud de los que la ejercen. Esa promesa es la lección política de aquel día previo, de aquel umbral del 10 de septiembre de 1973, de ese Allende que decidió no sacrificar la libertad por la igualdad y que murió para apoyar con su sangre derramada la lucha por la igualdad en libertad. El sacrificio de Allende y de los miles que murieron con él, y de los millones que sufren perdidos en su individualidad, no puede ser estéril.

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