Opinión | La espiral de la libreta

Olga Merino

Marruecos, Montmeló: azar y fatalidad

Rescatistas españoles continúan en Marruecos con poca esperanza de hallar supervivientes

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Pasadas las 11 de la noche del viernes, en la aldea marroquí de Anerni, el octogenario Ahmed oyó gruñidos en el huerto y salió de la casa armado con un cayado para espantar a los jabalíes que se le zampaban las manzanas. No sabemos si el anciano se había acostado ya o se encontraba todavía en la cocina. El caso es que la decisión de cruzar el umbral, en su guerra particular contra los cerdos salvajes, lo salvó de morir sepultado bajo los muros que se desplomaron cuando se rajó la tierra. «Es la voluntad de Dios», repite Ahmed a los vecinos que se acercan a darle el pésame. Ha perdido a cinco familiares. A todo esto, cuando sobrevino el terremoto, el rey Mohamed VI se encontraba en París, comme d’habitude.

Casi 48 horas después, en el anochecer del domingo, un grupo de siete jóvenes llegaba a la estación de Montmeló para acudir a un festival de música techno. Les quedaba una caminata de media hora para acceder al circuito, de suerte que atrocharon cruzando la vía férrea por donde no debían, en un tramo encajonado entre dos curvas cerradas. No querían perderse nada. Es probable que el navegador del teléfono móvil los desorientara y que el fragor del concierto les impidiera oír la inminente llegada del tren. Una decisión aquí también repentina, sumada a la imprudencia, los arrolló: cuatro flores inocentes tronchadas en el esplendor de la edad. Inimaginable el dolor de los sobrevivientes, de las familias, de los amigos, del maquinista.

Después de la tragedia, se habla ahora de la necesidad de vallar toda la red de Rodalies para evitar accidentes, pero no parece muy oportuno invertir en esa eventual partida cuando la descapitalización del servicio, que emplea medio millón de catalanes cada día, se traduce en continuas incidencias y averías. No se puede vallar el mundo.

Quien más quien menos cruza por donde no debe; todos hemos incurrido en alguna temeridad, sobre todo durante la infancia y la adolescencia, la edad inmortal, cuando no eres consciente de que la vida es una permanente contingencia. Recuerdo que de pequeña jugábamos a colocar sobre los raíles una peseta, una gorda, 50 céntimos con su agujero en el centro, monedas que el paso del convoy dejaba planchadas como sellos, con la cara de Franco ardiendo por la tracción.

Asumir la fragilidad

La fatalidad se encuentra agazapada a la vuelta de la esquina, entendida como «causa o fuerza a la que se atribuye la determinación de lo que ha de ocurrir» (María Moliner). Aprendes con el tiempo a ser más prudente, así como a dosificar el pensamiento porque sería insoportable vivir pendiente de las cartas que reparte el azar; algunas maravillosas, otras terribles. Crees tenerlo todo bajo control, y un golpe te deja fuera de combate. Extrañamente, asumir la propia fragilidad te hace amar más la vida.

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