Opinión | Mirando despacio

Desirée González Concepción

¿Qué te duele?

Si te duele la espalda vas al traumatólogo, si sufres ardor de estómago acudes al digestivo, si tienes molestias en la garganta pides hora con el otorrino, pero… si te duelen los pensamientos, ¿qué haces? La respuesta la conocemos todos, normalmente aguantas el dolor y disimulas lo máximo posible para que no aflore demasiado la tristeza.

Más de dos millones de españoles padecen ansiedad y depresión, cifra que se refiere tan solo a las personas que han reconocido su enfermedad y han conseguido cita con el especialista. Otras muchas permanecen en la sombra de la desesperación y no se atreven a revelar su «pecado». Me llama la atención que en la era de las libertades, de la tecnología y de la información aún se considere tabú hablar de salud mental. Podemos quejarnos de forma compulsiva de la rodilla o la cabeza, es posible que nuestro interlocutor apruebe la conversación y determine que a él le duele lo mismo y con mayor intensidad. Es posible que se establezca una «competición» de dolores producidos por el deporte, los años, o, como dirían los más atrevidos… por el estrés. Pero diferente sería comentar con el colega nuestros miedos, nuestros sentimientos de ira, melancolía o de soledad.

Nuestros niños tienen la suerte de contar con orientadores en los centros escolares y profesores capacitados para detectar posibles dificultades en la relación con los otros o con ellos mismos. Niños que reciben un diagnóstico de forma precoz y pueden trabajar sus habilidades sociales en base al nombre de su trastorno. Familias que se interesan por la relación de sus hijos con sus iguales. Familias que comienzan a apreciar la importancia de las emociones en el desarrollo integral de sus pequeños.

Sin embargo las generaciones pasadas no gozamos de la misma fortuna. En nuestra época los niños se clasificaban en buenos, malos e inquietos. Un capón a tiempo era la medicina para los que no cumplían las normas. Castigos desorbitados para aquellos que no nacían con el don del buen estudiante. Me pregunto cuántos adultos que habitan nuestras calles son hiperactivos, TEA (personas con trastorno del espectro autista), personas con TOC (personas con trastornos obsesivos compulsivos), personas con trastorno límite de personalidad, personas PAS (personas con alta sensibilidad)… Me pregunto cuántos de ellos llevan toda una vida pensando que algo en su interior no iba bien. Me pregunto cuántos se han sentido rechazados por ser «diferentes» y aún así no han encontrado la ayuda profesional que necesitaban. Personas que, con toda probabilidad, presentan dificultades de relación y no se explican cuál es su problema. Personas que se esconden, que se ocultan, que no expresan cómo se sienten por miedo a ser tachadas de «desequilibrados».

Si sumamos a todo lo expuesto anteriormente las personas que presentan dificultades económicas importantes, de salud física, de pareja o que presentan traumas por conflictos familiares desatados en la infancia… serán pocos los que puedan presumir de «equilibrados». Queda claro pues, que la cifra de afectados con problemas de salud mental se nos dispara. Nos escandalizamos cuando escuchamos hablar de suicidio y nos sorprende que sea la mayor causa de muerte no natural en nuestro país. Quizá la persona que llega a este punto de sufrimiento no ha encontrado un soporte para seguir viviendo. Quizá haya acumulado durante años pensamientos y emociones negativas, a buen seguro, la vergüenza y la culpa hayan conspirado tapándole la boca. Todo sería diferente si pudiéramos manifestar libremente cómo nos sentimos sin temor al juicio o al qué dirán…

Es hora de normalizar los comentarios sobre nuestra salud mental, es hora de recordar que somos mente, cuerpo y alma. Elogiamos las mentes brillantes, a las personas divertidas, a las creativas y, por contra, nos apartamos del que creemos nos contagiará su energía negativa. Sin embargo, nadie queda libre de sufrir un torbellino emocional y que su mente de un giro de 180º, que su alma quede abatida por un revés de la vida…

Somos seres sociales, a todo el mundo le apetece estar integrado en la sociedad, poder relacionarse, mantener las ganas de luchar y avanzar,… El sistema sanitario debe ofrecer una solución a todas las personas que enferman mentalmente o presentan algún trastorno y no saben a qué puerta tocar. Acceder a especialistas, como psicólogos o psiquiatras, no puede ser un artículo de lujo al alcance de unos pocos. Hablamos de una dolencia que afecta a una gran parte de la población y que aumenta exponencialmente.

Si queremos colaborar, si somos coherentes y no pretendemos quedarnos cruzados de brazos, debemos intentar ser solidarios ante tal asunto. Si algún día estamos «mal» y nos preguntan ¿qué te duele?... seamos valientes con la respuesta contestando por ejemplo: «Me duele el alma, estoy triste». Cuando nuestro interlocutor no salga corriendo y se detenga a escucharnos, habremos abierto un horizonte más halagüeño para todas esas personas que sufren en silencio y cada día se sienten incomprendidas.

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