Opinión | notas de un espectador

Con melancolía, desde la capital mundial de la literatura

En unos días de otoño, este mes de noviembre, y desde hace 36 años, la ciudad mexicana de Guadalajara se convierte en la capital mundial de la literatura. Su Feria Internacional del Libro, que acoge esta vez 400.000 títulos de 1.500 editoriales de treinta y cuatro países, atrae a miles y miles de profesionales del libro y escritores que, a pesar de la gran distancia que separa a la tierra donde nació Juan Rulfo de las residencias de los profesionales y creadores que se dan cita aquí, hacen viajes penosos en aviones que hacen escalas y finalmente depositan en esta geografía llana a creadores que habitualmente son reticentes a moverse de sus casas o son propensos a decir no a destinos que en principio serían más cómodos.

La llaman La Fil, como si fuera una hermana de todo el mundo, de los innumerables visitantes, de sus creadores, de los que la sostienen, pero en origen es la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Aunque es una de las regiones más prósperas de México, y tiene los atractivos más acendrados del folklore mexicano, contiene industrias que concitan la visita de profesionales de otro carácter y es una capital llena de otros muchos atractivos, la FIL ha conseguido algo que resulta insólito: atraer a los jóvenes lectores, que a miles acuden a escuchar a escritores de todas partes, de todas las lenguas y de todas las sensibilidades. Esos chicos, que estudian aún, en su gran mayoría, en las preparatorias para la universidad, no solo van a escuchar, sino que luego preguntan, se comportan como los lectores que son y dejan una estela de esperanza sobre el futuro de generaciones que basan en el libro una de las obligaciones civiles más importantes del ser humano: aprender para saber.

Vengo a este acontecimiento prácticamente desde que comenzó; he visto aquí a sus fundadores, o a aquellos que creyeron que esta utopía, creada por el profesor Raúl Padilla, que sigue al frente, le daría un vuelco a la región y al propio país, México, desde siempre metido en conflictos, algunos tan graves como el narcotráfico, que no dejan ver, en el noticiero mundial, los valores culturales contemporáneos que atesora. Entre esos valores, una literatura pujante, un mundo editorial muy potente y una capacidad impresionante de organización de eventos como este que cada fin de noviembre genera ese interés que explican las estadísticas. Este año, por ejemplo, la literatura que se celebra es la muy importante, y desdeñada, cultura árabe, el escritor al que han premiado con el premio de la FIL (que antes se llamaba Juan Rulfo, pero los descendientes del inmenso autor quisieron que ese nombre no fuera emblema de este acontecimiento) al rumano Cartarescu, al que presentó, de manera emocionante, su colega nicaragüense Sergio Ramírez; ha habido una gran cantidad de escritores españoles e hispanoamericanos, porque esta es también la expresión de la gran pujanza de la literatura en esta lengua, y es admirable la convivencia que la feria ha conseguido arbitrar para que nada se salga de madre.

Naturalmente, parte de nuestra manera de ser está ocupada por la envidia, o por la capacidad natural de la imitación, que compartimos con los monos. Y por eso desde que conocí la FIL y desde que vengo a ella, hace treinta años porque fui editor desde entonces y luego como periodista que cubrió muchos de sus eventos, desde los que protagonizaban Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, José Saramago u Orhan Pamuk, cuatro premios Nobel entre los muchos que han venido. Cada vez que he vuelto, en el pasado y ahora mismo, suelo comentar con los editores y autores españoles la raíz hispana de este evento que debería tener imitadores, en la dimensión que fuera posible, entre nosotros. No es tan difícil: se trata de organizarse, de tener ganas de hacerlo, y de poner en marcha la imaginación que se requiere para agitar el adormecido mundo de la cultura.

Madrid, que podría ser la capital llamada a ser espejo de lo que habría de hacerse en otros lugares, ha adormecido durante años su gran acontecimiento anual del libro, la Feria del Retiro, como si lo que siempre fue así no debería dejar de ser lo que fue, una feria local. En la última década, y hasta ahora mismo, esforzados directivos del acontecimiento (como Teodoro Sacristán y Nani Valverde y ahora Eva Orúe, que es periodista de raíz) han ido respondiendo a las expectativas de lo que ser una capitalidad exigente con sus propias posibilidades.

Pero Madrid no es España entera, naturalmente, ni siquiera es, aunque lo quiera y lo pregone su presidenta regional, la única que debe ocuparse y preocuparse de los avances que se deben exigir a la política en el trato de la cultura. Nosotros, los canarios, hemos tenido algunos acontecimientos, en todas las islas, y con más énfasis en algunas de ellas, como Gran Canaria, Lanzarote o La Palma, que hubieran merecido la continuidad y el amparo que aquí, en el corazón de México, en Guadalajara, ha marcado la historia insólita de esta Feria Internacional del Libro. Todos los que me leen en las islas, si me leen, naturalmente, tendrán (en cada una de las islas, desde las grandes a las pequeñas) ejemplos de lo que estoy diciendo, pero yo tengo mi propia espina: la gran exposición de Escultura en la Calle que, al mando de Vicente Saavedra, arquitecto y benefactor, organizaron los directivos del Colegio de Arquitectos de Canarias.

Vinieron a Santa Cruz de Tenerife artistas de todas partes, trajeron sus esculturas, protagonizaron debates culturales de muchísima altura, concitaron un interés real fuera de las islas y en las propias islas. Lo que parecía que era una ocurrencia de Saavedra y de sus compañeros se consolidó, antes con unas discusiones sobre el presente (entonces) del arte y luego en torno a la propia celebración de la exposición callejera de esculturas de procedencia internacional, y alcanzó el grado de lo que era una esperanza de futuro. Fuese y no hubo nada, como dice el dicho; las autoridades insulares, las pasadas y las que siguieron, se desentendieron de aquel legado, lo pusieron en remojo como una ocurrencia de unos muchachos que fueron envejeciendo mientras se convertían en mustias las esperanzas de que la ocurrencia de unos pocos, con Vicente al frente, fuera un día emblema de la ciudad, de la isla y, a poder ser, del Archipiélago y de España. Hemos sido grandes agitadores del Carnaval, por ejemplo, pero nos ha dado pereza proseguir otras iniciativas cuyo alcance tiene más de cultura que de ocurrencia.

Escribo estos últimos párrafos con melancolía, con mucha melancolía, porque el hecho (que no es anécdota) refleja ese desdén que por lo que nace se tiene en las islas, como si todo lo que nace y sea bueno o interesante haya de ser olvidado en aras de otras ocurrencias que no llegan ni a las suelas de los zapatos a aquella iniciativa que hoy está adormecida como si no hubiera ocurrido. Guadalajara siempre me refresca este asombro insular: ¿por qué no nos querremos un poco más, por qué no seremos un poco más orgullosos de lo que otros inician para que luego el olvido se lo trague?

Saludos desde Guadalajara, capital mundial de la literatura. Y de la melancolía.

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