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Francisco Pomares

El prestigio perdido del trabajo

La patronal tinerfeña ha denunciado que Canarias supera en absentismo laboral un punto y medio la media española. Lo peor no es esa diferencia, que podría explicarse por los desfases existentes en empleo y en salarios entre las islas y la Península, sino el hecho de que tal ratio se sostiene además con una tendencia creciente, que ya provoca la pérdida de casi una por cada diez horas pactadas. Parece mucho trabajo perdido, sobre todo si tenemos en cuenta otros elementos, como el hecho de que el Archipiélago encabece el aumento nacional de parados de larga duración, los salarios que se pagan en las islas se encuentran entre los más bajos del país, y la brecha creciente de la desigualdad social no pare de ensancharse. El problema, además, se agrava por la falta de ilusión y perspectivas que –cada vez más– se ha ido produciendo entre la población que tiene que lidiar con los peores empleos. A la frustración de muchísimos trabajadores, que se ven obligados a aceptar trabajos para los que están sobrecualificados, se une el cabreo de miles de operarios con menor formación, que ven cómo jóvenes universitarios se hacen con trabajos que tradicionalmente han sido los suyos. No es algo nuevo en Canarias, pero desde el confinamiento ocasionado por la pandemia, las cosas han empeorado. Y mucho.

Lo más grave es la desidia que contribuye a crear la percepción de que no hay gran diferencia entre tener un trabajo miserable o vivir de la caridad pública. Tener un trabajo no es algo que ennoblezca y dé prestigio, la gente se acostumbra a vivir saltando de un empleo a otro, soportando despidos, haciendo cuentas con el subsidio de desempleo… No es un fenómeno canario, sino mundial, definido por la caída de las retribuciones, el aumento del coste de la vida, esta inflación galopante que empobrece a las sociedades, cebándose con los más necesitados, y los cambios vertiginosos que experimenta el mercado de trabajo, con miles de empleos tradicionales al borde de la extinción: ocurre en el sector industrial, cada vez más tecnificado, y afectado por las deslocalizaciones que se impusieron en la década de los noventa, pero también en la agricultura, en la que ya no quiere trabajar nadie, o en las escasas expectativas de progreso personal que ofrecen el sector servicios y la construcción.

El sueño de las clases medias de una vida con bienestar y seguridad se lo han tragado las crisis encadenadas, la inflación, la desigualdad en el reparto de los beneficios generados por la actividad empresarial y una economía en la que cada vez hay más distancia entre lo que cobran los directivos y lo que reciben los trabajadores, tanto en las empresas como en la administración. Un voraz capitalismo de directivos, donde quienes manejan las empresas no tienen empatía alguna con el negocio, porque no viven del éxito productivo o comercial, porque no son propietarios o accionistas, se ha instalado en la cultura económica, convirtiendo a liquidadores sin escrúpulos en los nuevos héroes de las finanzas.

El peso cada vez mayor del dinero irreal (por cada dólar que se materializa en la economía productiva, se mueven más de setenta en la economía financiera, en la bolsa, los productos bancarios, la deuda pública y privada, los seguros y reaseguros, y las hipotecas sobre bienes raíz) está destruyendo los restos de confianza en un sistema –el capitalismo financiero– en el que el valor del trabajo, la cultura del esfuerzo y el respeto por las cosas bien hechas han desaparecido.

Es un fenómeno complejo, en el que influyen la desmaterialización de la propiedad, la carrera por la implantación de una economía digital, la generalización del salario social como panacea y freno a las protestas, y el desprecio por lo colectivo, por la justicia y la igualdad. Y todo eso ocurre mientras las clases dirigentes se enfangan en sus peleas de patio de colegio, la ideología sólo funciona para sostener la voluntad de bronca, y las naciones pierden la memoria y retroceden con complacencia hacia un nacionalismo excluyente y belicoso.

El verdadero problema no es que la gente le vea cada vez menos sentido a trabajar. No son esos millones de horas perdidas, o esos millones de seres humanos que renuncian. El problema es que con miles de trabajadores instalados en el umbral de la pobreza, trabajar ya no significa tener autonomía, ser independiente, prosperar. Y así son muchos los que se hacen la pregunta de para qué trabajar, entonces.

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