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Eduardo Jordá

Cotorras

Supongo que cada uno de nosotros, si hace memoria, recordará más o menos cuándo vio la primera cotorra verde (o cotorra argentina, o cotorra de Kramer). Debió de ser a comienzos de este milenio, en los tiempos del atentado de las Torres Gemelas, o quizá un poco después, aunque no mucho. Yo vi la primera cotorra cuando llevaba a mi hija al colegio. Pasando junto a una hilera de palmeras, oímos un ruido estridente que llegaba desde arriba, y cuando alzamos la vista, vimos una hermosa ave de deslumbrante color verde picoteando dátiles en una palmera. Recuerdo que mi hija me preguntó qué clase de pájaro era aquel, tan ruidoso y tan bonito, pero la verdad es que yo no tenía ni idea. En aquella época nadie sabía muy bien qué aves eran aquellas, tan estridentes y tan extrañas, que habían llegado de no se sabía dónde y que empezaban a verse revoloteando entre los árboles de los jardines públicos. La gente las llamaba periquitos, cacatúas, papagayos o incluso pájaros tropicales, y sólo al cabo de un tiempo -cuando las ruidosas colonias de cotorras empezaron a colonizar los primeros parques- fue cuando conocimos que su nombre real era cotorra de Kramer (Psittacula krameri) y que esas aves procedían de Asia y el sur de África y habían entrado en España a través de las tiendas de venta de animales exóticos.

Por lo visto, algunos ejemplares se habían escapado, o habían sido puestos en libertad por sus dueños, y al cabo de poco tiempo se habían ido multiplicando con tal rapidez que ya no había parque ni jardín ni azotea donde las simpáticas cotorras no hubieran dejado el rastro de sus alborotados revoloteos ni el de sus molestos aerolitos. Quien ha ido a tender la ropa sabrá de lo que hablo, por supuesto. Y todo el mundo que alguna vez pensó que esos pájaros eran unas aves muy simpáticas habrá empezado a albergar la idea de que son más bien antipáticas y molestas. Y más aún si sabemos que las cotorras de Kramer están eliminando las colonias de mirlos que antes habitaban en los parques y que también están haciéndoles la vida imposible a los humildes gorriones. Hace años, yo tenía la suerte de tener un mirlo que actuaba como despertador y que empezaba a cantar a eso de las cinco de la mañana. Ahora, el mirlo ha desaparecido y su lugar lo ocupan los desapacibles chillidos de las cotorras, que tienen la facultad de alterar el oído humano con los mismos efectos que un torno de dentista.

El fenómeno de las cotorras de Kramer ha ocurrido, por lo que sé, en muchos países del hemisferio boreal. Hay numerosas colonias de cotorras en Londres, en París, en Ámsterdam y en Alemania. Saul Bellow, en la última novela que escribió, Ravelstein (publicada en el año 2000), ya contaba que las cotorras de Kramer habían llegado a Chicago y se habían adaptado muy bien al frío del invierno, hasta el punto de que resistían las heladas y las temibles olas de frío que llegaban del Ártico. Que las cotorras son fuertes y resistentes y no le temen a nada -ya que saben coordinar muy bien sus movimientos en una bandada- es algo que cualquier observador conoce muy bien. Yo vi hace unos diez años a un milano que sobrevolaba la ciudad asediado y perseguido por una bandada de cotorras. El milano se defendía como podía en solitario, pero no pudo resistir el ataque coordinado de las cotorras y al poco tiempo tuvo que batirse en retirada. No sé por qué, pensé que aquel milano solitario y orgulloso se parecía mucho a la vieja y decadente y estéril Europa.

Estos días, el Ayuntamiento de Madrid ha declarado la guerra a las cotorras, a las que considera una especie dañina que pone en peligro el hábitat tradicional de los parques de la ciudad. En realidad, no podemos hablar de hábitat tradicional porque ninguno lo es. Las tórtolas y los mirlos fueron especies invasoras hace cuarenta o cincuenta años, y los gorriones son especies invasoras en Estados Unidos y Latinoamérica (ya que llegaron a finales del siglo XIX). En este sentido -y la historia de las migraciones humanas lo demuestra- no hay hábitats puros o impuros, y cualquier intento de establecer la pureza o la idoneidad de un hábitat roza peligrosamente los delirios ideológicos de los supremacistas raciales. Pero también es verdad que una especie animal puede convertirse en una plaga y que es ridículo actuar con sentimientos de misericordia cuando esto ocurre. ¿Hay que ser generosos con las cotorras y dejarlas vivir, hagan lo que hagan y colonicen los espacios que colonicen? ¿O hay que destruirlas porque están poniendo en peligro la supervivencia de otras especies y nuestra propia calidad de vida? Dejo ahí la pregunta.

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