Opinión

Lo apocalíptico

Fernando Sánchez Dragó.

Fernando Sánchez Dragó. / EP

A Sánchez Dragó lo han llamado «pederasta», «franquista», «fascista» y hasta «genocida». Y miles de seres bondadosos, de esos que alardean constantemente de su amor a la humanidad, se han alegrado de su muerte y nos han asegurado que Dragó, de lo malo y perverso que era, ni siquiera podrá encontrar un hueco en el infierno («seguro que lo expulsarán de allí», nos han dicho). ¿Malo, perverso, pederasta, genocida? ¿Y si nos fijamos en los hechos en vez de enredarnos en las mentiras histéricas de las trincheras culturales? Si nos fijamos bien, es difícil imaginar una escena más conmovedora que la del funeral de Sánchez Dragó en el pequeño pueblo de Soria en el que vivía desde hacía tiempo. Al funeral acudieron sus exparejas y las madres de sus hijos y su pareja actual sin que se notase entre ellas ni rencor ni hostilidad ni rechazo, sino más bien todo lo contrario. ¿Cómo logró un milagro así? ¿Cómo consiguió que reinara la armonía entre personas que supuestamente deberían odiarse y despreciarse? ¿Cómo lograba hacerse querer de esta manera?

Si ese fue el funeral de un nazi y de un pederasta, desde luego que no lo parecía. Y si nos ponemos estupendos, no quiero ni imaginarme cómo podría ser el funeral de algunos ilustres progresistas que han criticado a Dragó si tuvieran que acudir a la vez sus muchas ex y sus cuatro hijos de distintas parejas y las parejas más recientes, porque aquello acabaría –nos tememos– como un combate de lucha libre en Las Vegas. Pero Dragó reunió a sus exmujeres de un modo que yo sólo he visto en el cine, en aquella película de Truffaut que se llamaba El hombre que amaba a las mujeres. He leído que Dragó amaba esa película y que soñaba con un final muy parecido. Pues bien, lo tuvo. No creo que sea posible imaginar un triunfo mayor para una vida humana.

Y aparte de todo esto, convendría tener en cuenta la labor de Sánchez Dragó en sus programas televisivos dedicados a la literatura. Poca gente ha demostrado el amor a la literatura que sentía él. Poca gente ha puesto tanto entusiasmo en lo que hacía. Es cierto que envolvía ese entusiasmo en una palabrería inagotable y que sus ideas no eran ni demasiado originales ni demasiado profundas. Da igual. Dragó sabía de lo que hablaba y había leído todo lo que caía en sus manos. Y no sólo había leído, sino que lo había vivido, cosa mucho más importante. Si hablaba de orientalismo, ocultismo, misticismo, drogas sagradas o misterios eleusinos –temas que a mí me interesan muy poco–, Dragó sabía aportar su experiencia con todas las drogas habidas y por haber y con sus vivencias en medio mundo. Es curioso que le llamaran fascista y reaccionario y nazi cuando el consumo de drogas de Dragó –o de su amigo Antonio Escohotado– en un solo año superaría fácilmente el de toda la progresía junta en todos los años de su vida. Pero las cosas son así: el medio seminarista que lleva una vida de burócrata aburrido –y cultiva una ideología infectada de resentimiento ideológico– se permite acusar de reaccionario a alguien que se ha permitido vivir toda su vida como le ha dado la gana. Es el mundo al revés. Nuestro mundo.

Recuerdo en particular uno de los programas televisivos de Sánchez Dragó porque tuvo la osadía de invitar a Cristóbal Serra. Y lo más extraño de todo es que Tòfol aceptó la invitación. Debió de ser una de las escasísimas ocasiones en que Cristóbal Serra se subió a un avión, y aunque le pregunté muchas veces por aquel viaje –sabiendo el pánico que sentía ante cualquier desplazamiento que lo sacara de la Avenida Argentina–, Tòfol se negó a darme detalles. El caso es que Cristóbal Serra apareció en un programa de Encuentros con las letras llamado Ángulos, visiones, adivinaciones. Fue en 1980 y el responsable fue Fernando Sánchez Dragó, que debía de ser una de las escasísimas personas que había leído a Serra. En aquel programa hablaron de Juan Larrea –que acababa de morir en Argentina– y de sus ensayos sobre el Apocalipsis. He buscado ese programa en YouTube pero no lo he encontrado. Debe de ser uno de los documentos más extraños que existen: Cristóbal Serra, un escritor absolutamente desconocido, hablando en la televisión de otro escritor absolutamente desconocido. Estas cosas eran posibles en aquellos tiempos, aunque ahora nos resulten inconcebibles. Es cierto que todo eso era posible porque los programas no tenían que combatir con los datos de audiencia; pero también es cierto que estas cosas existieron porque había periodistas valientes como Sánchez Dragó que sabían muchísimas cosas y que no tenían miedo de contarlas (hoy en día es inevitable que un periodista finja ser tonto o ignorante para no despertar las envidias de los «ofendiditos»). Sánchez Dragó conocía bien la obra tanto de Serra como de Larrea, y se movía como pez en el agua hablando de profecías y de señales apocalípticas. Han pasado cuarenta y pico años de todo aquello, y lo curioso ahora sería constatar que un espectador medio de la televisión no sabría definir la palabra «apocalíptico». En el fondo, Serra y Sánchez Dragó no se equivocaban.

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