Sí, en efecto, este es otro maldito artículo sobre la pandemia del coronavirus, y si usted ya está harto puede leer otras cosas. Pero es que hoy he podido comprobar una actitud insólita en bares y restaurantes en mi pequeña y chachona ciudad, un conato de rebelión estúpida, una manifestación de esa imaginaria fatiga pandémica que al parecer nos impide prolongar unos meses más un comportamiento mínimamente cívico y solidario. Para fatiga pandémica la que han atravesado y aun atraviesan personas que han perdido a familiares y amigos, los que han enfermado y aun no se han recuperado, aquellos a los que la infección ha dejado alguna secuela crónica. Pero, ¿los demás? Desde un punto de vista sanitario, Canarias ha sido un país que ha sufrido comparativamente menos por la pandemia vírica que la gran mayoría de las comunidades autonómicas. Ha sido así –por decirlo muy brevemente– gracias a nuestra condición insular, primero, y a un buen sistema sanitario, después. Se han vivido días y noches muy duros, críticos, agotadores en los centros hospitalarios del archipiélago en la primera fase de esta pesadilla, pero hemos debido sufrir menos muertos y menos enfermos que en otros muchos lugares de España. Pocos meses después del confinamiento la gente comenzó otra vez a acudir a beber en los bares, a comer en restaurantes, a bañarse en las playas, a fraternizar con los colegas en reuniones privadas de nada. Si creemos a algunas personas los isleños llevamos encerrados en la Torre de If desde hace años, y como todos los condes de Montecristo, tenemos el deber de fugarnos y alcanzar por fin la libertad, como día la señora Díaz Ayuso, que lleva al cuello siempre un barrilito de cerveza liberadora, como un perro San Bernardo. Es disparatado. Que pregunten como lo han pasado en Barcelona, en París, en Hamburgo o en Londres durante meses y meses y vuelta a empezar. No lo harán, por supuesto. No sé lo que nos ha ocurrido en los últimos treinta años pero nos hemos idiotizado muy sustancialmente. Patalear por enseñar un certificado de vacunación para acceder al interior de una cafetería no es la actitud propia de un ciudadano, sino la de un cliente. Ayer se vivió esa situación en bares, guachinches y locales de restauración de toda Canarias. El encargado pedía cortésmente, a veces en voz bajita, el certificado de vacunación, y el memo del otro lado gruñía entre babas sulfúricas un discurso sobre sus derechos constitucionales. Enseñar un jodido certificado de vacunación no es admitir que se vulneren tus derechos, patán. Es intentar que no me mates. A mí, al camarero, al hijo que te acompaña, a ti mismo. No, no es negacionismo, En realidad es señoritismo. La pandemia es cosa del Gobierno. Ya está bien A mí que me dejen en paz que tengo derecho a mi café, a mi birra o mi cubata, al solomillo o al helado. ¿Cómo que no me atiende? No sabe usted con quien está hablando.

Se puede llegar a un 75% de la población plenamente vacunada antes de que finalice septiembre. Pero eso es una media: lo que debe conseguirse, para un control efectivo del virus, es que ese 75%-80% se consiga en todos los segmentos de edades. Y entre los treinta y pocos y los cuarenta y muchos se ha elevado un muro de negativas. Entre los treintones y cuarentones abundan los hombres y mujeres que no quieren vacunarse, Creen que esto está hecho y que si se contagian, en el peor de los casos, sobrevivirán. Es un error, una apreciación estadística irreal y palurda. Este señoritismo está poniendo en riesgo la eficacia global de toda la compleja campaña de vacunación. El presidente Ángel Víctor Torres insinúa que podría obligar a vacunarse a ciertos funcionarios. Yo creo que no. Pero Torres podría esforzarse en otras cosas en la que su Gobierno sí podría intervenir. En que las empresas faciliten obligatoriamente horas libres para que los empleados puedan vacunarse cuanto antes, por ejemplo.