Hace años, hice una colaboración para Juan José Millás y me regaló una colección de libros de relatos: Benedetti, Fitzgerald, Aldecoa, Vicent, Hortelano y Córtazar. Ya no recuerdo si los leí completos pero me imagino saltando aquellos que no cubrían mi máxima literaria que suele ser el interés, mientras los leo, por volver a hacerlo. Justo lo que sí me sucede con los suyos. Adoro los cuentos de Millás y aquí incluyo sus magníficas columnas que se publican en este diario, me identifico con todas y cada una de las neuras de sus personajes o de las que cita como propias. Tiene, además, este autor un plus: sus novelas parecen cuentos y se leen como tal. El pasado año se editó Una vocación imposible, una especie de revisión de lo escrito anteriormente dentro de este género corto. Aparecía Primavera de luto; Ella imagina; Cuentos a la intemperie; Cuentos de adúlteros desorientados y Los objetos nos llaman… Ya sé que todos, por separado, tenían su hueco en mi biblioteca pero tenerlos juntos, así de gordo el libro, lo percibí como un regalo de la vida. Él hace cierta esa frase de que la realidad es la mayor ilusión del humano. Como han hecho otros en otras facetas artísticas que nos permiten acercarnos a ella para cada uno entenderla a su manera.

Gente que te hace feliz sin saberlo porque hasta el peor drama lo revisten de una especie de caminito por el que sabes que la desgracia terminará por marchar. El relato más triste que he leído figura en la edición de Dublineses que Guillermo Cabrera Infante tradujo de esa obra que James Joyce tituló Duplicados y encierra la miserable vida de un hombre que, frustrado en su trabajo, gastando el sueldo en borracheras y peleas, desahoga sus oscuridades golpeando a uno de sus hijos. No es simple anécdota, son los primeros años del siglo XX en la empobrecida Irlanda. Sin embargo del tomo lo que más recuerdo porque su tristeza no encierra esa maldad humana es el final de Los muertos: la nieve que caía leve sobre el universo, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos…

Tiene también que ver con aficiones literarias la conexión, real o ficticia con el autor. Marina Mayoral, quien me recuerda la música de Couperin porque muy pocos la conocen pero cuando lo hacen, caen rendidos antes sus sensaciones, vive en Madrid y en cierta ocasión me presenté en su casa para pedirle que me firmase uno de sus volúmenes de cuentos. Ella se disculpó por atenderme en el rellano ya que su piso estaba en obras. Mientras escribía la dedicatoria, yo le comenté que había leído todos sus libros, ella me indicó que “todos no porque tenía uno escrito en gallego”. Le dije que también, lo había leído en esa lengua aunque no la conociera porque “é a historia dunha carta que nunca chegou ó su destino, de duas nenas exiliadas, de dous amigos que se atopan en bandos oportos, dun carteiro namorado, dun rapaz empeñado en borrar a tristeza dos ollos dunha rapaza” era fácil de entender, que no sólo se lee con los ojos. Terminamos las dos charlando dentro del piso rodeadas de polvo y de muebles tapados. Pasé un rato que recordaré toda la vida. Es esa conexión mágica entre autor y lectora.

Nota: como me considero antifranquista y feminista, había escrito otra columna, sobre las dos últimas bobadas provincianas : que “con un par” en un cartel deportivo se le considere “excluyente, sexista y discriminatoria” y que se quiera eliminar ¡la hélice de un barco! por ser un “vestigio franquista ilegal”. Pero prometo que no pude. La pérdida de tiempo de los políticos en menudencias subjetivistas, en este año de calamidades que lo son más en estas islas que en el resto del país, ya roza lo patético. No merecen ni esa columna