Parecer ser que los griegos no conocían la envidia como tal. Ellos tenían a Némesis, diosa de la venganza, y a Ptono, dios de los celos, pero hasta que llegaron los romanos, que como todo el mundo sabe cogían lo que querían, no nació la deidad capaz de reunir lo peor de las dos que he nombrado. Envidia (Invidia) la llamaron, que viene de invidere, “mirar con malos ojos”.

Con las décadas que voy sumando, el mal ya no me sorprende, pero sus mecanismos me siguen provocando curiosidad. Y, pensando mucho sobre aquello que mueve a los envidiosos, he concluido que lo que habitualmente sienten no es el deseo de poseer lo que otros tienen. Qué va. Se trata de algo mucho más mezquino: es la necesidad de que a ese otro se le quite todo, nada tenga, a nada pueda aspirar y todo le sea arrebatado.

El envidioso común no desea únicamente que le vaya bien a él. Desea, sobre todo, que a ti te vaya mal. Y no existe mayor perversión, mayor oscuridad que esa: negar el pan, la sal y el sustento al prójimo solo porque le parece intolerable que este posea algo. Lo que sea.

Yo no creo en la envidia benigna, en la “envidia sana”. Eso se llama admiración y es otro sentimiento no sé si más noble, pero, desde luego, menos pernicioso.

La envidia a secas, sin falsos ropajes, no tiene nada bueno. Nada construye y nada eleva. Y viene acompañada, con frecuencia, de la maledicencia. Quien siente envidia tiene, por fuerza, que inventar infundios, levantar calumnias a la persona envidiada, encaminadas a hacer menor su obra, a minimizar sus talentos, a esconder su valía. “Es un enchufado”, “se acuesta con su jefe”, “se sabe vender”, “ha tenido suerte”.

Parece un sentimiento muy atávico, ¿verdad?, muy irracional. E inextinguible, porque hemos avanzado mucho, estamos inmersos en una revolución tecnológica imparable, tenemos a nuestro alcance herramientas con las que nunca antes habíamos soñado. Y, sin embargo, no solo no hemos erradicado la envidia de nuestras vidas, sino que la cultivamos, como si fuera una flor hermosa y digna y no el ponzoñoso rastrojo que, en realidad, es.

Entre las muchas manifestaciones de la maldad humana esta es, para mí, la menos justificable, la más incomprensible. Los celos son terroríficos, lo sé. La avaricia y la usura son repugnantes. Hay que huir de la venganza como de la peste. Pero, ¿habrá cosa más inútil que la envidia? Aún así, pasan los años, pasan las glorias, y la envidia no solo permanece, sino que encuentra, ahora, más caminos y escaparates para manifestarse y exhibirse.

Por eso, volviendo a los clásicos, que tanta vida explican, quiero recordarla aquí tal y como la pintó Ovidio en sus Metamorfosis. Hiperbólicamente desagradable, sucia y digna de desprecio. Ni siquiera el resto de los dioses del Olimpo soportaba mirarla y la odiaban por ello. Vivía sola, en una cueva mugrienta y anegada de pus, en un triste y caliginoso valle a donde no llegaba el sol, rodeada de víboras muertas, de cuyo veneno se alimentaba. Tenía el aliento y el cuerpo putrefactos, estaba pálida y demacrada y sus manos supuraban. Su boca nunca sonreía y, sin duda, era mejor así, porque sus dientes estaban amarillos y solo exhalaba pestilencia. Se regocijaba con el dolor ajeno y se consumía con los éxitos de cualquiera que tuviera cerca. Marchitaba los campos y arrasaba los pueblos y ciudades con solo respirar junto a ellos. Y, mientras, se destrozaba a sí misma.

Y nosotros, que todo creemos saberlo, que todo hemos descubierto y nos llamamos evolucionados, habiéndole visto la cara una y mil veces, no la apartamos de nuestra vida. Tan listos no seremos.