Opinión | Artículo Indeterminado

Robar la alteridad

Robar la alteridad

Robar la alteridad

Si hace unos cuantos lustros me hubieran preguntado cuál era el momento más surrealista que había vivido hasta entonces, sin duda me habría referido a aquel día de finales de julio en Cartagena de Indias, en que, sin saber cómo ni por qué, me vi en el interior de una iglesia, durante una misa, bailando salsa, con orquesta incluida.

A decir verdad, viniendo del territorio atlántico del que vengo, con sus próceres locales, sus desgracias repetidas, su aislamiento secular, sus luces de Mafasca y sus endogamias eternas (además de la querencia que tengo desde chica por meterme en jaleos), no debería haberme extrañado tanto el episodio colombiano. Pero recordarme a mí misma cantando a voz en cuello: «¿Quién vive? ¡Cristo! ¿Y a su nombre? ¡Gloria! ¿Y a su pueblo? ¡Victoria!», frente a un combo de metales y a un cura motivadísimo, que seguía el ritmo con brazos y piernas, me sigue produciendo una mezcla de vergüenza retroactiva y risa, retroactiva, también.

Ya ven que llevo a machamartillo aquello de «allá donde fueres, haz lo que vieres».

Y lo que vi en aquel día de verano caribe, donde la ropa se pegaba al cuerpo y todo estaba pasmado por el vapor, fue una ceremonia solemne que, todavía no sé cómo, devino en tremenda rumba, con lo cual tampoco di el viaje por perdido, porque en aquel templo me dejé al menos dos kilos, loado sea el Señor.

Esas cosas maravillosas tenía América. Con ellas, con esa cotidianidad deslumbrante en su rareza, se construyó lo que dimos en llamar «realismo mágico», sabiendo como sabían sus habitantes que aquello era realismo, a secas. Si acaso, costumbrismo bien contado.

Nos rendimos, en su momento, ante las descripciones imposibles de García Márquez y racconto onírico de Rulfo. Nos emocionamos con la belleza convulsa de los pasajes de Fuentes y, antes, con la intensidad sensorial de todas las lluvias, siempre misteriosas, siempre reveladoras, de Uslar Pietri.

Allí –antes de que lo «real maravilloso» se convirtiera en una franquicia donde todo cabía– latía la otredad, encarnada en gente que se parecía a nosotros y que sabríamos que nunca acabaríamos de comprender.

Pero como todo lo queremos, Occidente caníbal, pasados los años también nos hemos apropiado de ese mundo. No tenemos hombres-caimán, como el que espiaba a las mujeres en un caño del Magdalena, pero tenemos a un nonagenario excomunista encabezando una moción de censura estéril promovida por la ultraderecha.

Tenemos a curanderas evangelistas con tintes de líder de secta finisecular amenizando mítines de la oposición, en una exaltación similar a la de los exorcismos masivos.

Tenemos a candidatas pijas disfrazadas de hiphoperas del Bronx por las tardes, burda caricatura que pudo evitarse.

Tenemos a un presidente de una comunidad autónoma haciendo una peineta dizque involuntaria en el Parlamento y a otro que no duda en ir a visitar a un compositor anciano e indefenso a un hospital para perpetrarle, a boca descubierta y virus suelto, sin que nadie lo remedie, una versión de su canción más conocida.

Tenemos a un diputado dimitido del partido en el gobierno, defensor y usuario, al mismo tiempo, de la prostitución, gato de Schrödinger del cutrerío y la moqueta. Y a un jefe de la Benemérita de día, de noche presunto atorrante, maleante y traficante. Y a un general retirado del mismo cuerpo, amañador de contratos, con amante y procederes ocultos. Dignos todos de aparecer en un narcocorrido. Tenemos a una folclórica que va al Baile de la Rosa vestida de rosa con dos enormes rosas rosa sobre estampado de rosas, pero nadie se entera.

Tenemos tantas cosas locas que aquí no caben.

De modo que si hoy me hacen esa misma pregunta, la que encabeza esta columna suya y mía, les confieso que no sabría qué responder.

Mira que les hemos quitado cosas en estos siglos al continente hermano y sus gentes, pero lo de que les robáramos la alteridad, por los huesos de los míos lo juro, no me lo vi venir.

@anamartincoello

Suscríbete para seguir leyendo