Hay una novela inglesa que nos presenta a unos demonios que trabajan en equipo, como si fuera una empresa: hay un diablo jefe y los demás diablos están a sus órdenes. Un día el jefe encarga a uno de aquellos diablos vigilar a un ateo. Tiene que hacer todo lo posible para que no se haga creyente. Pero, a pesar de todos sus esfuerzos, el plan fracasa y el ateo se convierte y se hace creyente. Entonces el diablo aquel le escribe al diablo jefe, todo desanimado y frustrado, comunicándole su fracaso: “el ateo se ha convertido”.

Pero el diablo jefe que, como es lógico, era un experto, le contesta con toda tranquilidad: “¿Que se ha convertido? No importa. No te preocupes. Ahora procura que tenga una idea falsa de Dios. ¡Eso sería suficiente!”.

Verdaderamente el diablo jefe conocía bien el tema: ¡Una idea falsa de Dios! ¡Y cuánto abunda eso desgraciadamente! Una vez me encontré con un libro que tenía por título El Dios en quien no creo. En resumen trataba de todas esas ideas equivocadas de Dios.

Además, frente a la fe en Dios nos encontramos con la negación de Dios, teórica y práctica, es decir, vivir con la convicción de que Dios no existe (ateísmo) o que no se puede conocer (agnosticismo) o vivir como si Dios no existiera (ateísmo práctico).

Y nos encontramos también ¡con la idea falsa de Dios! Más todavía, ¿quién puede decir que tiene un perfecto conocimiento del Dios verdadero? ¿No estamos todos en camino? ¿No tenemos todos que ir acercándonos más y más al misterio hasta que lleguemos a contemplar, cara a cara, la hermosura infinita de su gloria?

El Papa San Juan Pablo II, por ejemplo, presentaba una de esas imágines falsas de Dios en la Encíclica sobre el Espíritu Santo, “Dominum et Vivificantem” núm. 38: ¡Dios como enemigo del hombre!

Decía el Papa que, “a pesar de todo el testimonio de la creación y de la economía salvífica inherente a ella, el espíritu de las tinieblas es capaz de mostrar a Dios como enemigo de la propia criatura, y, ante todo, como enemigo del hombre, como fuente de peligro y amenaza para el hombre...” “El hombre es retado a convertirse en adversario de Dios”.

Lo constatamos muchas veces en la cultura moderna: ¡Dios, enemigo de la libertad del hombre, de su autonomía, de su felicidad! Hoy, por ejemplo, se presenta la religión, los mandamientos, las orientaciones de la Iglesia, como algo trasnochado, propio de otras épocas, que no contribuye, por supuesto, al bienestar y a la felicidad del hombre. De esta forma, ¡la Iglesia se convierte también en enemiga del hombre!

Sin embargo, en la primera lectura de este domingo, leemos: “Guarda los preceptos y mandatos que te prescribo hoy para que seas feliz, tú y tus hijos, después de ti, y prolongues tus días en el suelo que el Señor, tu Dios, te da para siempre”.

¡Retengamos este pensamiento: “para que seas feliz tú y tus hijos, después de ti…”

Y el libro de Los Salmos nos advierte: “Los que se alejan de ti, se pierden” (Sal 72, 27).

Además, la fe en el Dios trino y uno, no es algo puramente exterior a nosotros mismos porque el Espíritu de Dios infunde en nuestro interior, la misma vida de Dios y el espíritu de hijos, “que nos hace gritar: ¡Abba! (Padre). Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y, si somos hijos, también herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que sufrimos con Él, para ser también con Él glorificados”. Es lo que leemos hoy en la segunda lectura de hoy.

El Evangelio nos recuerda el mandato del Señor de ir y hacer discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que nos ha mandado.

Para ello es imprescindible, cada vez más, el testimonio de palabra y de obra de los creyentes, como el que nos ofrecen constantemente los monjes y monjas de clausura, a los que recordamos hoy con mucho afecto y reconocimiento en la Jornada “Pro Orantibus”, es decir, por los que oran. Ellos dedican toda su vida a la oración y al trabajo constituyendo una gran riqueza para la Iglesia y para el mundo.

Ellos se nos presentan como testigos del Dios viviente que nos quiere felices en el tiempo y en la eternidad.