“Lo primero que tiene que hacer un asesor”, le espetó ayer a un diputado de la oposición el jefe del Gabinete de Presidencia de Gobierno, Iván Redondo, “es tirarse por el barranco por su presidente, y yo lo hago”. Me dicen que la frase está extraída de un episodio de El Ala Oeste de la Casa Blanca, que un servidor no ha visto; no soy mucho de series de televisión. En todo caso es una sandez indigna de un reputado asesor en comunicación y marketing político. Y sobre todo es una aseveración deontológicamente reprochable y moralmente un poco repugnante. Lo primero que vende un asesor político es a sí mismo. Por lo demás, este género de servilismos heroicos ya los rechazaba el general Patton citando a los griegos cuando se dirigía a sus soldados: “Vuestro deber no es morir en el combate, sino manteneos con vida para matar al mayor número posible de cerdos nazis”. Un asesor en un despanzurrado en un barranco no sirve para nada: ni evita que se comentan errores, ni ayuda a ganar elecciones, ni puede conseguirte un eslogan o perfumar tus sienes de laurel.

No he conocido jamás a un hombre de poder que tolerase la discrepancia; las mujeres no son sustancialmente distintas. Pequeñas diferencias irrelevantes, a veces, quizás muchas veces, pero la discrepancia abierta y asertiva, por mucho que se intentara razonar, jamás. Los políticos viven en un mundo fantasioso donde controlan los acontecimientos, la lealtad perruna está siempre por encima de la inteligencia humana y la moralidad es una fantasía retórica, sin duda útil como pegamento sintáctico, pero insignificante al resto de los efectos. Llegué a conocer, por mi provecta edad, a algunos dirigentes políticos que al menos escuchaban con cierta atención lo que le decían sus colaboradores; en la actualidad el papel de los asesores es escuchar a los políticos, reafirmarles en sus sesgos, ronronear sus filias y sus fobias en sesiones de adoración y diseñar artefactos (discursos, campañas electorales, argumentarios, mensajes publicitarios, navajas verbales) para confirmar sus intuiciones y, en la medida de lo posible, destruir o neutralizar a los adversarios, a los que siempre resulta más rentable transformar en enemigos.

La hegemonía de este modelo de acción y argumentación política, de discurso político, termina pervirtiendo el sistema democrático. Redondo (como en el PP Miguel Ángel Rodríguez) no es un mercenario, como insisten los más ingenuos, sino un tóxico que corroe el sistema. No tiene límites en la deformación ortopédica de la verdad. La verdad, en realidad, resulta despreciable y despreciada. A él no le pagan por gestionar la verdad, sino por construir una verdad alternativa, y con todos los instrumentos de los que disponga –en su caso un gobierno, una constelación de medios de comunicación y plataformas de entretenimiento, un infinito océano de paniaguados– convertirla en sólida, verosímil, legitimadora. El presidente Sánchez está dispuesto a conceder un indulto parcial a los condenados por el Tribunal Supremo por su participación en la intentona secesionista en Cataluña porque es un líder valiente, no porque necesite el apoyo parlamentario de ERC a fin de seguir en La Moncloa. El presidente Sánchez, con su indulto, pretende, asumiendo cualquier costo, disminuir la tensión con los independentistas catalanes, pero no explica jamás por qué los independentistas valorarán los indultos no como una expresión de buena voluntad, sino como un triunfo político que les insufle nuevas energías y cohesione sus fuerzas. En su verdad alternativa no es Iván Redondo el que se tira al barranco: somos nosotros a los que se nos empuja al precipicio de un relato grotesco e incansable, y no solo sin cobrar un euro, sino pagando por ello.