Siempre tuvo para mí la palabra una extraordinaria importancia, y no porque lo dijera San Juan en su Evangelio (“En el principio era la palabra”), sino porque desde muy pequeño me la inculcó mi padre, que era un buen tipo: “Lo importante en esta vida, hijo mío, es ser un hombre de palabra”. “Hombre de palabra”, decía mi padre, y tengo la absoluta certeza de que su consejo no excluía a mi hermana ni a las otras mujeres de la familia: otros tiempos. Hoy, cuidadosamente, hubiéramos dicho “persona de palabra”, que está bien, pero… tampoco, porque estas y otras expresiones como “palabra de honor”, “dar [alguien] su palabra” o “ser [lo dicho] palabra de ley” hacen referencia a conceptos considerados hoy obsoletos, porque no casan con la modernidad, con la libertaria espontaneidad que se propugna ni con la mal entendida libertad de expresión en las redes sociales, en muchos medios de comunicación y hasta en nuestros Parlamentos.

Palabra de ley

Y he de reconocer que he tenido mucha suerte, porque me convertí en un hombre de palabra (de palabras, más bien), pues, después de ver satisfecha mi primera vocación de ser docente, decidí profundizar en las palabras, y estudié y me doctoré en Filología: ‘amor por las palabras’, es el significado etimológico de esta voz que denomina a la disciplina. Recuerdo que en aquellas primeras clases en la Facultad, tras el interés inicial por las palabras, no tardó en aparecer mi primera decepción académica: “El concepto de palabra es de muy difícil definición, algunos lingüistas han negado su existencia”, nos dictaba en su clase el profesor de Lingüística General en aquel año de Universidad, curso de pasiones filológicas y de otras pasiones: por entonces, paradójicamente, sí que corrían buenos tiempos para la lírica. Pero no decayó mi interés, a pesar de los malos augurios de los teóricos “negacionistas” (perdón por la ironía, queridos maestros); hubo otros que nos las mostraron con tal entusiasmo que acabaron por convencerme de que la palabra era un concepto tan puro y sutil que se resistía a cualquier intento de definición; y es así, sin duda, porque los verdaderos significados ―hube de concluir― solo se intuyen y son, en realidad, inefables: “Poeta de lo inefable. / Logró expresar finalmente / lo que nunca dijo nadie. / Lo condenaron a muerte”. De esta manera lo poetizó Ángel González, con el que siempre, Palabra sobre palabra, he estado totalmente de acuerdo.

Descubrí el enorme poder de las palabras, sus posibilidades para transmitir contenidos y producir belleza, para denotar (para significar objetivamente) y para connotar (para poder ir acompañadas de las más diversas evocaciones). Y descubrí también que su utilización, objetiva o subjetiva, tenía que armonizar con el contexto y con nuestras intenciones comunicativas. Vale que la palabra perla pudiera significar ‘diente’ en ciertos contextos poéticos, pero no aceptaría que el dentista me implantase una perla en el lugar en el que estaba el muy cariado molar. Y por este valor que le concedo a la palabra, pido que se la trate con el cuidado que merece, y que, reconociendo este potencial significativo, se la utilice con propiedad, evitando la posible diversidad interpretativa que originara confusión, o que, por el contrario, se mantuvieran varios de sus sentidos si conviniera a la finalidad del mensaje, ya fuera poético, cómico o irónico. Es en estas ocasiones cuando se justifican las metáforas, las silepsis, los oxímoron, las intencionadas desviaciones de la norma que vienen a mostrar las inmensas posibilidades, la enorme versatilidad de este sistema semiótico que es manifestación de una facultad, la del lenguaje, que a los humanos nos caracteriza por encima de todas las demás capacidades.

Mas, si se tratara de utilizar las palabras con una finalidad puramente comunicativa o informativa, lo procedente sería desposeerlas de todo tipo de connotaciones que pudieran dificultar o entorpecer su correcta y objetiva interpretación. Yo, que he detectado estos recursos literarios propios de la poesía analizando el lenguaje médico, he recomendado que en contextos de este ámbito no se utilicen palabras potencialmente connotativas y polisémicas, y que, en su lugar, se usen las más directas y menos expresivas; así, por ejemplo, he propuesto desechar el adjetivo lívido, pues tal palabra puede hacer referencia a dos colores circunstanciales de la piel (amoratado o cianótico y muy pálido) que pueden ser síntoma de trastornos o dolencias muy distintos. Como desaconsejo que se emplee en prescripciones facultativas el adjetivo bisemanal, cuyos sentidos (‘dos veces por semana’ y ‘una vez cada dos semanas’) es necesario discriminar muy bien para evitar la interpretación indeseada (“adminístrese [este fármaco] con una frecuencia bisemanal”, he leído en un prospecto, sin más aclaraciones).

Sí es aceptable, pues, que en el lenguaje poético se haga uso de las denominadas figuras retóricas, como en estos geniales ejemplos de Francisco de Quevedo: “salió de la cárcel con tanta honra, que lo acompañaron doscientos cardenales, sino que a ninguno llamaban señoría”; “es hielo abrasador, es fuego helado”. No es aceptable, sin embargo, cuando la potencial diversidad interpretativa, lejos de conseguir un efecto bello, cómico o irónico, da lugar a la confusión, a la incorrecta descodificación o a la interpretación interesada.

Ocurre, como hemos visto, en el ámbito de la Medicina, pero también en otras situaciones comunicativas de gran trascendencia en los entornos de la Administración y en el de la Justicia. Así, me han sorprendido algunas sentencias cuya interpretación contradice al común sentido lingüístico: “le asestó treinta puñaladas, pero no hubo ensañamiento”, dictamina el tribunal, “porque la tercera puñalada fue mortal de necesidad”. El ensañamiento, según el consenso idiomático, se produce cuando se pretende deliberadamente aumentar el sufrimiento de la víctima durante la comisión del delito, y debería prevalecer, creo yo, la objetiva circunstancia de quien repetidamente descargaba sus iras treinta veces en el cuerpo de la inocente, antes que en la subjetiva consideración de si la víctima había fallecido después de que le asestara la tercera, y ya ―pobrecita― no podía sufrir más.

Muchas decisiones judiciales están demandando una mejor formación lingüística de juristas, jueces y fiscales y una urgente revisión de los textos legales mediante una redacción que, en la medida de lo posible, evite libérrimas interpretaciones, muchas veces contradictorias entre los miembros de un mismo tribunal, como la reciente de la Sala Primera del Tribunal Constitucional en relación con una causa que, a mi modesto entender, estaba más clara que el agua: la de la exclusión de dos candidatos en una de las listas de las elecciones a la Asamblea de Madrid y que el Juzgado de lo Contencioso-Administrativo Nº 5 de la capital había sentenciado con claridad meridiana, pues si la norma prescribe que no se puede ser elegible si no se es elector, y marca las fechas exactas en las que se precisa estar empadronado, creo que poco quedaba por decir. Aunque sí parece que cabían más interpretaciones, porque en la resolución de la Sala Primera del alto Tribunal se produjo un empate que dirimió el voto de calidad del presidente.

Yo hubiera aceptado sin discusión que en tan altas instancias, con tan prestigiosos juristas, hubiera una sentencia contraria, pero unánime, a lo que yo esperaba, que solo era la de un ciudadano de a pie, y hubiera reconocido humildemente su cualificada interpretación, pero me cuesta hacerlo cuando la mitad de los miembros del tribunal entendieron una cosa y la otra mitad todo lo contrario. Una silepsis o un oxímoron, tal vez, diríamos en los términos de la Retórica, pero es que nos encontramos en el comprometido territorio de la realidad jurídica y no en el imaginario mundo de la ficción literaria.

Me preocupa tener que aceptar que la “fracturada” sala (así la califican algunos medios) lo esté por razones de índole política o ideológica y no por causa de una interpretación semántica que, en este caso, a mi parecer y al del Juzgado de lo Contencioso-Administrativo de Madrid, no admitía ningún tipo de discusión. Pero nos la tenemos que envainar (permítaseme el coloquialismo) por respeto a la independencia del poder judicial, que no lo exime de las críticas que podamos hacerle, por si las quisieran tomar en consideración.

Por fortuna, hay otras Palabras, pues así se titulan dos magníficos textos poéticos de nuestro Luis Feria, que yo recojo en un nuevo libro colectivo que pronto saldrá a la luz, Letras nuestras, de la Academia Canaria de la Lengua. O las Buenas y malas palabras (Ediciones Aguere, 2021) de mi admirado maestro, amigo y compañero en las tareas académicas, Antonio Lorenzo Ramos, que nos ha sorprendido en una inédita vertiente creadora con este excelente libro de relatos, cuya lectura recomiendo vivamente.

Estas sí que son palabras de buena ley.