Un carro de combate pasaba a escasos metros del furgón humanitario. Era un M1 Abrams enviado para la primera Guerra de Liberia de 1990, porque los conflictos en África nunca acaban; las guerras de los pobres continúan hasta que los ricos se aburren del juego. Son ese patrimonio que nos regaló la colonización y el imperialismo europeo. Los soldados escupían el tabaco de mascar con la misma desidia que miraban a los voluntarios de esa ONG acorazada de esperanza. Dicen los psicólogos que la mirada en la guerra es lejana y perdida. Un gesto desencajado que transmite dolor y sufrimiento, pero que es incapaz de reaccionar ante todo lo que sucede alrededor. Dicen también que es una mirada atrapada en un momento del pasado, de un pasado por el que nadie desearía haber transitado. Siempre me conmovió esa imagen, la de aquellos temerarios voluntarios que dan su vida por los olvidados, mirando de frente a los vulnerables. Y están donde nadie quiere ir, donde bombardean, atacan y matan, en ese lugar donde el horror y el caos ejercen de anfitriones. Pues han pasado ya 50 años luchando por un mundo mejor, por el acceso de todos y todas a la asistencia médica y al trato digno, tan cotizado en la sociedad de clases. Se juegan la vida para evitar la mortalidad, la morbilidad y el sufrimiento humano de las víctimas de la guerra, de la violencia directa y de la violencia sexual. Son los escudos a los efectos directos de la violencia y a los indirectos como las epidemias. Líbano (1976 y 2006), Afganistán (desde 1980 hasta hoy), Sri Lanka (desde 1986 hasta 2012), Liberia (1990), Somalia (desde 1991 hasta 2013), las dos Guerras del Golfo (1991 y 2003), Bosnia (1992-1995), Burundi (1993), las dos guerras de Chechenia (1995 y 1999), Kosovo (1999), la segunda Intifada en los Territorios Palestinos Ocupados (2000), Sierra Leona (2000), Angola (2002), Gaza (2009), Libia (2011), Mali (desde 2012), Siria (desde 2012), Irak (desde 2013), Ucrania (desde 2014), Yemen (desde 2015) y, de forma recurrente durante los últimos años e incluso décadas en países como República Democrática del Congo, República Centroafricana, Sudán o Sudán del Sur. No son los campeonatos mundiales de pilotos de fórmula 1, tampoco los partidos de clasificación para la Champion europea y africana. Es la huella salvadora de Médicos Sin Fronteras, de los hombres y mujeres que creen viable la entelequia de la humanidad. Cumplen 50 años, porque el nacimiento de Médicos Sin Fronteras en 1971 está ligado a la guerra: en la de Biafra (Nigeria), a finales de los años 60, cuando empezó a gestarse lo que más tarde sería una organización clave para la supervivencia de millones de personas. Es lo que tiene no poder elegir el lugar de nacimiento; es lo que tiene ser pobre. Nosotros cambiamos de canal en la televisión; ellos sortean morteros en el campo de guerra. Y ahora en Etiopía, atendiendo a decenas de miles de personas desplazadas que llegan a ciudades de Tigray, una región del norte de Etiopía afectada por un conflicto desde noviembre. Se suman a otras que llegaron antes y buscan refugio en escuelas y edificios vacíos en malas condiciones y sin servicios básicos. Es su día a día, en ocasiones, con el muro de piedra de las grandes potencias mundiales que bombardean hospitales de campaña en zonas ocupadas. Es el imperialismo. Ayer fue igual y mañana será lo mismo, porque este mundo continúa con marchas largas en su propósito de expoliar el patrimonio más rico de la humanidad: la paz. Y es ahí donde encontrarás a Médicos sin Fronteras.

@luisfeblesc