El anuncio de la Pasión y Muerte del Señor desencadenó en los discípulos una profunda crisis, que iba a llegar a su punto culminante en aquellos días memorables, en los que aquel anuncio se hace realidad.

Ellos tropezaron, como nosotros tantas veces, con la cuestión del sufrimiento: ¿Por qué Jesús, el Maestro, en quien tenían puesta toda su confianza, y por quien lo habían dejado todo, tenía que sufrir y morir para después resucitar? El hecho de que el Mesías tuviera que ser desechado y morir era algo inaceptable, impensable, para cualquier israelita de la época.

Entonces Jesús lleva a los tres predilectos, Pedro, Santiago y Juan, a lo alto de una montaña, y se transfigura delante de ellos; es decir, les muestra algo de la gloria que escondía su humanidad, porque la condición humana de Cristo, revela su grandeza divina, pero también la oculta. S. Marcos nos dice que “sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo”.

En mis tiempos de Párroco de El Batán me resultaba simpático leer este texto allí, en aquella querida comunidad.

¿Y por qué aparecen en la escena Moisés y Elías conversando con Él? Lucas dice que “hablaban de su muerte que se iba a consumar en Jerusalén” (Lc 9, 31).

El Prefacio de la Misa de este domingo, dice que Jesús “después de anunciar su muerte a los discípulos, les mostró en el monte santo, el esplendor de su gloria, para testimoniar, de acuerdo con la Ley y los profetas, que la Pasión es el camino de la Resurrección”. En efecto, Moisés representa a la Ley, y Elías, a los profetas. Por eso se dice, “de acuerdo con la Ley y los Profetas…” Es decir, con todo el Antiguo Testamento.

El día de la Resurrección, por la tarde, Jesús reprocha a los dos discípulos que caminan hacia Emaús: “¿No sabíais que el Mesías tenía que padecer esto para entrar en su gloria? Y comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas les enseñó lo que se refería a Él en toda la Escritura” (Lc 24, 26-28).

Los discípulos descubren, en lo alto de la montaña, que aquel que va a padecer, morir y resucitar “según las Escrituras”, no es un hombre como los demás; algo había en Él más grande, más extraordinario. Y, por si fuera poco, se oye, desde la nube, la voz del Padre que les dice: “Éste es mi Hijo amado; escuchadlo”.

Los discípulos se abren al misterio pero, entonces, no entendían nada y “discutían qué querría decir aquello de resucitar de entre los muertos”. Pero todo esto dejó una huella profunda en el corazón de aquellos predilectos, que no olvidarán nunca aquel acontecimiento. S. Pedro, por ejemplo, en su segunda carta, escribe: “Cuando os dimos a conocer el poder y la última venida de nuestro Señor Jesucristo, no nos fundábamos en fábulas fantásticas, sino que habíamos sido testigos oculares de su grandeza. Él recibió de Dios Padre honra y gloria, cuando la sublime Gloria le trajo aquella voz: “Este es mi Hijo amado, mi predilecto”. Esta voz, traída del Cielo, la oímos nosotros en la montaña sagrada. Esto confirma la palabra de los profetas...”(2 Pe 1, 16-20).

¡Cuantas cosas aprendemos aquí! Pero, hay más. ¿Por qué en este segundo domingo de Cuaresma se nos presentan estos textos y no otros, que tal vez, pudieran parecer, a primera vista, más adecuados? ¿Por qué cada año, se pone delante de nosotros, en el segundo domingo de Cuaresma, esta escena de la vida del Señor?

Porque a nosotros los cristianos, en el tiempo de Cuaresma, se nos van presentando, poco a poco, día a día, en toda su crudeza, las exigencias de la vida cristiana, y, como los discípulos, podemos entrar, también nosotros, en una especie crisis espiritual. Y entonces, necesitamos subir a lo alto de la montaña para acoger, una vez más, el mensaje de la Transfiguración, de modo que bajemos del Tabor con una energía y una ilusión nuevas, para continuar el camino hacia la Pascua.