En la investidura de Biden, la joven poeta Amanda Gorman conjugó las palabras que imaginan un tiempo de esperanza. Sin concesiones a la sensiblería, hilvanó su discurso con la férrea determinación de alguien que representa la lucha por una vida mejor. Más allá del individualismo, Amanda conecta con un espíritu colectivo, que parece aflorar en momentos de angustia existencial. Pero es ahí, en la llama del dolor, donde nace esa luz que, como dice Amanda, debemos tener el valor de ver, y de ser. Su mensaje es global y alude a la liberación de una interminable sombra, la llamada a construir una democracia siempre inacabada, con los brazos abiertos a la diversidad de pensamiento y de carácter, en cualquier sociedad que aspire a un grado de progreso capaz de superar las contradicciones y los conflictos que aún seguirán existiendo. Amanda es el símbolo de una generación concienciada con su papel en el futuro que escribimos con otro lenguaje sin darnos cuenta. Moviendo sus manos de forma suave y tenaz, nos recordó que si la misericordia -la empatía- se entrelaza con el poder, y éste con los derechos, conseguiremos dejar un legado de justicia, paz y universalidad. Las fronteras solo existen en nuestra mente, y aceptar esto no resulta nada sencillo, por cuanto implica manejarnos en parámetros de solidaridad en la búsqueda de una conversación sincera con lo que en realidad aspiramos a ser. Va siendo hora de replantearse la complicidad de nuestra actitud con respecto a la configuración de un pasado extraño y alejado de este presente preñado de cambios. Nuestro orden de prioridades está al revés y eso explica las altas cotas de infelicidad, agresividad y soledad que sufren las sociedades occidentales. Amanda no es una voz en el desierto. Cualquiera que la escuche, reconocerá el poder de sus palabras.