Estuve una vez, una sola, en el pueblo chico donde nació mi tatarabuela María.

Yo no la conocí, pero mi madre la recuerda blanquísima, con los ojos de un azul irreal, ya consumida por el tiempo, de modo que se quedó postrada en una cama-cuna, chica como ella, como su pueblo donde se conocen todos. O, tal vez, debería decir "nos conocemos", porque imagino que, entre las trescientas almas que lo habitan, muchas deben ser de mi familia.

Para llegar a él no hay carreteras buenas y el camino lo obstaculiza un único semáforo, de manera que los agentes de la autoridad, con la excusa de hacer las advertencias pertinentes, se paran a hablar con los viajeros para no morir de puro aburrimiento por la mañana y de modorra viva después de comer.

La cosa es que ese pueblo chico, que hasta el nombre tiene en diminutivo, esconde una iglesia tan chica como él, con una preciosa talla de Santa Ana, que da nombre a buena parte de las mujeres de mi casa. Está dentro de un grupo escultórico de cierto valor donde también aparece la hija de la santa, que como ustedes saben si han ido a catequesis o han leído los evangelios apócrifos, es la Virgen.

Yo le guardé un secreto a esa iglesia chica durante años, porque cuando llegué a la Universidad un profesor me contó que la escultura era obra de Luján Pérez. Y, sabiendo que a la iglesia entraba cualquiera que le pidiera la llave al matrimonio que la custodia, callé siempre, creyéndome garante del tesoro, hasta que unos estudios posteriores alumbraron que podría tratarse de una obra de la escuela genovesa, sin más detalles, ni más nombre de su autor. Y ya no fue lo mismo.

Como digo, durante todo ese tiempo me mantuve en silencio porque temí que, cualquier día, algún turista amante de la belleza saliera con la talla bajo el brazo, como quien carga un mandado, y se llevara a la santa que es mía, oigan, que es nuestra, para venderla a cualquier cachivachero de prestigio de Bermondsey o Bergmannstrasse.

Eso habría sido un gran escándalo, porque, desde que yo estoy en el mundo, lo más reseñable que ha sucedido en el suelo de ese pueblo chico es la Rebelión de los Mayores, que fue brevísima, incruenta y sin armas, tranquila como es la gente de allí. Cuentan que el director de una residencia de ancianos se puso intransigente y despidió a un trabajador. Y los viejitos, que han pasado fatigas, penalidades y dictaduras por esos campos resecos, dijeron que el trabajador era uno de ellos y que eso del despido sería por encima de sus cadáveres. Dijeron más cosas que no quiero revelar. Y ahí quedó todo.

Por no tener, no tiene el pueblo chico ni próceres ni nobles, más allá de un frailillo al que todo el mundo quería y una familia postinera que cuentan que, si te fijabas en los detalles, tampoco era para tanto. Pero, a cambio, tiene su grupo escolar del Mando Económico, intercambiable por cualquiera de los grupos escolares del Mando Económico que hay en esas tierras, mismo aquel en el que estudié.

Venía yo a contarles que cada vez se usa menos por aquí el adjetivo "chico" y que la gente prefiere decir "pequeño". Y bien que lo siento. Porque las cosas chicas tienen el encanto de lo abarcable y en ellas siente una que encaja sin esfuerzo.

Como en el pueblo chico de mi tatarabuela María donde estuve una vez, una sola, y no he podido quitármelo de la cabeza.