Asegura un proverbio chino que si alguien deja por la noche un gato y un tazón de leche juntos en una habitación, lo normal, por la mañana, será que se lo haya bebido. Es fácil de entender que determinados actos tienen siempre unas consecuencias más o menos previsibles.

Cuando se diseñó el funcionamiento de la democracia en nuestro país se conformó sobre un sistema de representación de los ciudadanos, a través de partidos políticos, en unas Cortes democráticas. Pero poco a poco, el Congreso se ha ido transformando realmente en una institución sesgada por los intereses territoriales de de cada una de las Comunidades Autónomas. El fuero era un Estado descentralizado y el huevo ha sido una España federal. De las personas hemos pasado al terruño. De las ideologías a la geografía. Y del caño al coño.

De aquellas lluvias, estos lodos. Hoy vivimos la realidad de un Congreso cada vez más cantonal, donde la fuerza de los representantes de cada uno de los territorios aflora de forma incontenible. Los grandes partidos políticos han sido incapaces de adaptarse a su futuro, que es nuestro presente, como ya avisaba Oskar Lafontaine en 1989 ( La sociedad del futuro) y languidecen en una endogamia peripatética convertidos en oficinas de empleo y de influencias. Colectivos sociales, como los jubilados, amenazan con transformarse en un poder independiente imitando lo que ocurre en Italia con el movimiento de "las sardinas" o lo que ocurrió antes en España con el 15 M.

En paralelo, el mapa político tiene ya más de medio centenar de representantes que responden casi exclusivamente a los intereses de un territorio. Al PNV no le supone ningún problema, siendo un partido profundamente conservador, apoyar un gobierno de izquierdas, siempre que se comprometa a respetar los intereses financieros de su comunidad. Y los conservadores catalanes van de la mano con los marxista-leninistas en la lucha por la república independiente de la butifarra. La independencia crea extraños compañeros de cama.

Hay una España asimétrica en donde aquellas comunidades más poderosas, desde el punto de vista de la representación autonómica, tienen todas las sartenes agarradas por todos los mangos. Los pactos a los que hoy tiene que llegar Pedro Sánchez, si quiere ser investido presidente, tienen más que ver con el precio que está dispuesto a pagar a Cataluña o País Vasco que con un debate sobre el contenido de su proyecto legislativo. El gato del poder territorial, finalmente, se ha bebido la leche de la ideología.

Este Congreso, plagado de lo que Ortega llamaba particularismos, junto a la mediocridad política contemporánea, debilita la posibilidad de un gobierno fuerte. El principal disolvente de esta España enfrentada no son las ideologías extremas, porque es un hecho común a casi todas las sociedades europeas. Es la imparable emergencia de la disgregación territorial lo que nos hace un caso muy singular.

La gente se escandaliza de que Quim Torra, el presidente de la Generalitat, emerja ahora como el factotum del apoyo de los independentistas a la investidura de Sánchez. Es una sorpresa muy cínica. El presidente Sánchez no es el único prisionero de una sublevación cantonal que persigue la destrucción del Estado, como víctima inevitable y colateral de la construcción de otro. Es todo el país.

La verdadera fuerza de Cataluña no es la desobediencia ciudadana, ni los desórdenes callejeros y la quema contenedores. El poder real de Cataluña son los escaños que tiene en el Congreso de una España en la que no creen. Pero eso ya se veía venir desde hace mucho tiempo. Todo ese tiempo en el que se ha practicado un enjuague de acuerdos en donde el Gobierno del país se pactaba a golpe de talonario con los territorios. Lo único que ha cambiado es que el precio ya no son más inversiones. El gato quiere más leche. No sé por qué nos sorprendemos.