La isla es factor determinante en la novela Tachero –topónimo de un caserío y una playa en la costa de Anaga–, premio Benito Pérez Armas (1973), una geografía que vale como «aglutinadora de toda la experiencia de soledad colectiva», comenta su autor, Fernando G. Delgado, de las esperanzas y frustraciones que viven un grupo de jóvenes, pero capaz también de encerrar el regusto del amor, el ansia de libertad, la presencia de lo cotidiano como límite a sobrepasar.

Esa cotidianeidad se dibuja en el viejo muelle, donde «había murmullo de gente sencilla», que desembarcaba con sus paquetes a buscar la pensión, ir al notario y «llevar el queso al abogado».

La rutina de los personajes siempre parte «desde la cafetería de la plaza hacia el barrio de Las Torres (...) Casi sin apetito para los churros, volvíamos medio moribundos por las calles de adoquines». Es el nodo de la ciudad. «Allí comenta cada cual su tragedia con el schweppes de la tarde o el cortado (...) En la plaza suele empezar nuestra historia de cada noche». Y es el punto donde siempre se desemboca. «Te abandonas a andar y siempre llegas al bar de la plaza».

La Laguna está descrita como «una ciudad de tascas y conventos, de inciensos y celosías», que además ofrece otras caras como la «de los bares principales, donde entre clase y clase o acabadas ya todas, empieza la tertulia con copas que a las diez tenía su fin». 

Fernando Delgado no se desprende de su oficio de periodista y relata «las horas en que nuestros amigos volvían del periódico, bien entrada la noche, y llamaban doña Actualidad a la patrona» del burdel, mientras ésta servía un vodka al redactor-jefe.

Una referencia, la de Casa Daniel, con «vino tinto del norte, llegado hoy de La Matanza», también Garachico, donde «se da el buen pescado (que por aquí no hemos vuelto a probar jamás)».

Las tascas forman parte del paisaje de la ciudad: «a puro vuelo y en Las Viñas, hoy los recuerdo (...) distinguidos los vinos por su procedencia (...) los sonetos que cantaban al vino en las altas paredes de Las Viñas», y la memoria de los aromas, «el olor de los pucheros (...) de las tabernas, salía de éstas un tufo a vino del norte y un agradable olor a adobo».

Otra estampa se vive en la zona que el autor denomina de «los árboles de la Avenida del Mar» –la actual Avenida de Anaga–, un lugar en el que «tomas un vino, filetes de caballa, donde los portuarios», la habitual y consabida rutina de los chicharreros.

El personaje que narra a manera de monólogo, de nombre Jorge Brito Esnoba, se dirige a Maribel y rememora aquel verano que pasaron en La Gomera, un aliento de libertad, «(….) tomando la miel de guarapo y apenas algo de vino y aceitunas (…) en Valle Gran Rey, con aguacates y mangos».

De vuelta a Tenerife reaparece el macizo de Anaga, la cuna de Tachero, donde se asientan «los caseríos cercanos a aquellas bodegas costeras, en las que un viejo ufano nos contó preparaban los malvasías de Inglaterra».

Y ese sabor rústico rescata la imagen de «las primeras cabras que dejaron su leche espumosa en mi casa para tomarla por las tardes con gofio y un trozo de queso, de aquel tan blando, del país, que solían traer las lecheras. A cambio de la comida del cerdo».

En ese ámbito, la cocina popular tiene su espacio: «Los pescadores nos invitaban a comer el escaldón con cazuela, el pescado recién guisado, con su caldo y su gofio». Y en El Bailadero, «filetes de caballa a media tarde, otra cosa no había en aquel pueblo, y el vino delicioso que dijeron llevar en otros tiempos a Inglaterra. A la mismísima Corte… y hablaba de que Shakespeare en sus obras mencionaba aquellos malvasías», de nuevo la vieja historia repetida.

Y surge la fiesta, inevitable, cuando se «apagan las luces de las ventas en las que las papas arrugadas se tienden en el mantel de cuadros, y se suspende la comilona para ver pasar la Virgen», con aquellos «merenderos adornados con redes, caracoles, barcos de artesanía y un cuadro de la Virgen que llamaban del Buenviaje».

Y de comer, «calamares y pulpos, sargos, viejas, bonito, peje tostón y choco (…) pero el sargo con mojo era lo que pedías y ponían allí dos tacitas de mojo, una de mojo verde y otra de colorado, luego a mojar las papas, arrugadas de piel, llenas de sal, por dentro amarillitas, y yo a cortar en ruedas el calamar asado y a repetir el vino».

Laureano decía que los sargos se alimentaban de las cloacas «y tú me llamabas cochino porque eran tan buenos los sargos que no les perdonaban que fueran a buscar la comida a la mierda. Y a ti y a mí también se nos subía el vino».

Y Tachero, en su soledad. 

Alma de irrefrenable poeta

Fernando G. Delgado nace en Santa Cruz de Tenerife en 1948. Realiza estudios de Magisterio y se diploma en radiodifusión y cursa Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid. En sus inicios entregó tres poemarios: Urgente palabra, Premio Julio Tovar (1968); Con este amanecer hemos tornado (1970) y Mísero templo, Premio Antonio de Viana (1971). Después llegarían las novelas Tachero, premio Benito Pérez Armas (1973), Exterminio en Lastenia, premio Pérez Galdós 1979; Ciertas personas (1989); Háblame de ti (1993); La mirada del otro (Premio Planeta 1995, llevada al cine por Vicente Aranda); No estabas en el cielo (1996); Escrito por Luzbel (1998), para cuya escritura contó con una beca de creación literaria de la Fundación Juan March; Isla sin mar (2002) y De una vida a otra (2009). Su poesía se contiene en Proceso de adivinaciones (1981), Autobiografía del hijo (1995), Presencias de ceniza (2001) y El pájaro escondido en un museo (2010). En estos ultimos años ha escrito tres novelas más: También la verdad se inventa (2012), Me llamo Lucas y no soy perro (2013), Donde estuve (2014) y por último, Sus ojos en mí (2015). También ha publicado libros de artículos y ensayos como Cambio de tiempo (1994) y Parece mentira (2005). Obtuvo el premio Europa en Salerno en 1986, el Ondas Nacional de Televisión en 1995 por su tarea de difusión cultural en TVE, la Antena de Oro de la Asociación de profesionales de radio y televisión ese mismo año y el premio Villa de Madrid de periodismo Mesonero Romanos en 2006. El gremio de bibliotecarios de la Comunidad Valenciana lo distinguió en 2010 como bibliotecario de honor.