‘Aire abierto’ para Pepe Dámaso

El niño que pinta su cometa, o el artista que pinta su cometa, se imagina en el centro de esa estructura de diálogo con el universo o con el dios del lugar, y al pintar su cometa ofrece un mensaje hacia la nada

Pepe Dámaso posa ante una obra de la serie ‘Cosmos Nasas’

Pepe Dámaso posa ante una obra de la serie ‘Cosmos Nasas’ / El Día

Alejandro Krawietz

Porque alguna vez todos hemos sido niños, nos interesan las cometas. Llaman nuestra atención con su poder para imantar casi todos los, como diría Gaston Bachelard, ensueños del vuelo. Indudablemente, desde un punto de vista simbólico, casi todos los anhelos del aire, del gran arquetipo del ensueño icárico, estaban presentes en la cometa y en su capacidad para la comprobación epifánica de la existencia del aire y de la posibilidad del vuelo. La cometa ha permitido ese descubrimiento de generación en generación: en el niño que vuela la cometa por primera vez se produce inevitablemente el ensueño del vuelo, la proyección simbólica de una forma de libertad y de una forma de contacto que sucede en el lado de los anhelos, en la alegría, en la supervivencia del ser (pues el ser desea sobrevivir sólo para poder soñar).

El vuelo de la cometa en manos del niño, y luego en las manos del adulto, posee para siempre, una consistencia sagrada. Como todo aventurarse en lo desconocido, la cometa regala de una vez todo el ensueño. Pepe Dámaso intuye con mucha lucidez este valor sagrado del vuelo de la cometa y de la cometa como objeto, en un hermoso texto de 2002: «De repente me vi en el Espacio. La altura y la distancia del centro del lugar se me acercaron vertiginosamente. Fue de un tirón desde allí, del cordón umbilical que me unía a la tierra, bajo la presencia de mi padre, como descubrí que la cometa me pertenecía. Que yo era dueño de aquel universo. Solos el viento y yo.»

La cometa es una forma posible de vagar por el aire, de salir al aire abierto (solos el viento y yo), como sale el marino al mar abierto, al alto mar. De este tirón potente y seco del ensueño, de ese deshacerse del ovillo de hilo en las manos, surgen imágenes de enorme potencia acerca del aire y de la elevación. La cometa es una metáfora suprema del anhelo: por la vía del cordón puede llegarse muy alto: la cometa que vaga en el aire, zarandeada por su conocimiento y por su desafío, puede llegar, incluso, a vagar por el cosmos. Nos convierte en emisarios: una cometa perdida permanece en la imaginación del niño como una eterna voladora: en el ensueño no recorrerá el camino del viento, sino el camino de todo el espacio.

(Mi cometa perdida, lo confieso, la cometa cuyo cordel solté con júbilo hace muchos años, aún vuela en mi imaginación, aún avanza. En mi ensueño recorre los planetas y los astros. En mi ensueño escucha aún, todavía y siempre, el rumor de las esferas, el canto del universo, pues fue llamada por esa vibración. Llamada hasta mis manos por su deseo. Y no regresará nunca.)

Pepe Dámaso trabaja con la cometa como objeto, como artefacto escultórico, como construcción de la capacidad para lo aéreo. La forma de la cometa responde tanto a requisitos técnicos (su capacidad efectiva para el vuelo) como a requisitos simbólicos (su capacidad para la conquista real del viento). Si somos capaces de imaginar el objeto zarandeado por la transparencia, seremos capaces de imaginarlo como cometa. De ahí que la cometa admita realizaciones diversas y se convierta con ello en una suerte de elogio de la ligereza. La levedad requiere que la materia se disuelva, que tienda a las transparencia, que vaya hacia el aire e incluso que se suspenda en el aire. La cometa, como objeto, debe renunciar a esa cualidad central de las cosas que es el peso. La cometa es, así, debe serlo, una cosa diferente: un objeto que tiende a renunciar a su peso, al elemento constitutivo. Y así sucede en la pieza clave La nasa de 1999. En ella Pepe Dámaso construye un objeto que es representación del sueño imposible del vuelo: una cometa suspensa: lo que hace la nasa en el mar no es otra cosa que volar, desciende hacia el fondo del mismo modo en que la cometa desciende también en el aire porque va hacia el fondo del aire, hacia la parte alejada, hacia la parte que se ignora. La nasa es una cometa marina, una suerte de cometa inversa, pero su uso responde y conmueve por igual al ser que se anhela volador: su cordón umbilical la hace posible: al tirar desde él hacia el día la nasa vuelve al aire con mensajes llegados desde las profundidades: es emisaria.

En segundo lugar está la cometa como soporte pictórico, como espacio o escenario de la pintura y de los símbolos. Cabe suponer que el dominio del lenguaje aspiró en el inicio, más allá de la mera comunicación, a la voluntad de comunicar con el lugar (el hombre quería hacerse entender por el lugar, que lo alimenta y hiere). El niño que pinta su cometa, o el artista Pepe Dámaso que pinta su cometa, se imagina en el centro de esa estructura de diálogo con el universo o con el dios del lugar, y al pintar su cometa ofrece un mensaje hacia la nada. Un mensaje del que la cometa es emisaria y que ofrece al dios, al ojo en el centro del universo, al universo de múltiples ojos, un mensaje, una posición, una esperanza, una propuesta y un diálogo. La cometa es una tentativa. Se lanza al aire, se eleva y, llegada a cierta altura nos la imaginamos diciendo: «¡Estoy aquí! ¡Mírame! ¡Mira lo que digo! ¡Mira lo que te digo!» De ahí la mirada profundamente enigmática de la serie de cometas Gran Siurells (1999), o el icono casi religioso que devuelve toda la ironía y el grito del hombre hacia los astros en la esencial Carcajada blanca (1999). El rostro de la muerte es lo que Dámaso ofrece a la inmensidad. ¿Qué otra imagen podría representar mejor al hombre ante el dios del lugar que ésta de la conciencia de la muerte y de la finitud, esta muerte coqueta?