Los migrantes que son expulsados de los establecimientos turísticos se ven obligados a vivir su propio infierno o bien en la calle o refugiándose en los lugares más inaccesibles sin comida ni agua, y en ocasiones recorriendo a pie la distancia entre la capital y el sur de Gran Canaria.

Es la una y pico de la tarde y cae el sol vertical sobre la playa de Amadores, en Gran Canaria, con el agua del mar defendiéndose del embate con un color azul turquesa. Abajo, en la orilla, la playa ofrece la misma imagen que desde marzo del pasado año dejó al pairo las hamacas que se posan en solitario sobre la arena blanca que llegó del Sáhara en tongas de miles de toneladas para encandilar a los turistas.

Algo más arriba, entre los estrechos vericuetos que trepan las lomas para acceder a los apartamentos y hoteles colgantes que se alongan al barranco, los escasos turistas son poco a poco sustituidos a medida que se asciende por decenas, si no cientos de migrantes. También llegados del Sáhara, como la propia arena pero con desigual recibimiento, y cuando no de Marruecos, de Mauritania, de Mali, de Senegal.

Se alojan en hoteles y complejos de apartamentos y permanecen durante el día sentados en la calle, o trasegando arriba abajo, a la espera de un papel, de un traslado, de una noticia. De algo que parece que nunca llega. Es una cocción en olla lenta, taponados en un viaje que, aseguran, no era más que una breve escala en Canarias, según el prospecto del viaje prometido, y que cuando se colapsa de vapor implosiona dentro de las paredes de los propios establecimientos.

Más de 30 expulsados

En uno solo de ellos, según los que fueron hasta hace poco sus inquilinos, han expulsado ya a más de 30 personas, fruto de calenturas, roces, salidas de madre, desencuentros y malentendidos. Dentro comen, se duchan, duermen y vuelta a esperar. Pero una vez expulsados, se presenta el infierno.

Aid Arhte tiene 20 años y es de Marruecos. Lo echaron hace hoy domingo diez días del hotel Holiday Club Sol. Él dice que no sabe por qué. Que una mañana se levantó, y lo siguiente fue verse en la calle, en las mismas aceras colmatadas de migrantes pero sin derecho a cruzar el zaguán.

Tan solo uno de los días logró colarse, descansar algo en una cama y ducharse. El resto de las jornadas esperaba en la calle y bajo el sol que volvieran a abrirle la puerta, hasta que de repente le dio una pájara y sucumbió. Lo siguiente fue abrir los ojos y verse “en un hospital”, de no sabe dónde. Pero muy lejos del Holiday, que es lo más parecido a una casa que ha tenido desde que hace meses embarcara en la costa occidental africana proa a las islas. Ese hospital estaba a más de 70 kilómetros de Amadores, “en una ciudad muy grande”, que no es otra que la capital grancanaria.

De allí salió a pie el pasado martes día 26, porque sin pasaporte es imposible siquiera montarse en una guagua. Y preguntando y caminando lograba llegar tres días más tarde, “sin comer ni casi beber”, según atina a contestar, a las puertas del Holiday Club Sol.

Pero las noches ahora las pasa al raso, en lo más alto de la urbanización turística, en un tabaibal que preside una vista de escándalo, con su club de golf en el cauce del barranco de Tauro, los restos de nieve que le queda al Teide, que luce al fondo sobre el horizonte, y las mismas aguas azul turquesa que peina la arena, la que también llegó de África.

Aid Arhte se acerca cojeando y está a punto de venirse abajo. Los ojos se le cuajan a medida que se quita primero las playeras y luego con cuidado los calcetines, cuyo kilometraje caducó hace semanas, para no terminar de reventar las llagas de los dos pies. Antes de indicar con los dedos dónde se encuentra la avería, las moscas se plantan en la carne viva y hay que espantarlas para calibrar la dimensión de la rotura. Aid se refugia con otros tres migrantes expulsados. Son Jamal, de Mali, y Anas y Khalid, éstos dos últimos del Sáhara.

El campamento se compone de una precaria tienda de playa para dos personas y una suerte de chamizo para otras dos levantado con cuatros palos y cubierto con mantas, de unos pocos centímetros de altura, apenas un refugio montado gracias a la ayuda de una vecina de la zona. “Lo peor es al mediodía por el calor, y por las noches con el frío y el hambre”.

Una garrafa de agua

A todos, a esas horas de la mañana ya solo les queda una garrafa y cuarto de agua, y una minúscula bolsa con restos de pan, solo pan, que fue sacada del propio hotel gracias a la ayuda de sus excompañeros de estancia, que las sacan de estraperlo cuidando de que no sea detectado por los servicios de seguridad porque si no, también se la juegan. No tienen más. Ni una lata, ni una bolsa con frutos secos. Absolutamente nada.

La única posesión extra es una tetera de dos tazas, que aparece allí tirada entre los restos de plásticos, algunas camisetas ya rotas y enseres inservibles. La ducha está en el mar, allá abajo, el servicio dónde buenamente se pueda, y la ropa es la misma desde hace semanas y semanas.

Tirado en la tienda

A Jamal le sorprende la visita cuando se encuentra tirado dentro de la tienda de campaña, asocado del sol. Lleva a día de hoy domingo once jornadas deambulando por la calle “viviendo fatal”, apunta mientras se pone la camiseta, y durante todo este tiempo “no hemos conseguido apenas comida”. Ya ha intentado cuatro veces negociar con Cruz Roja para volver al hotel. No hay manera. “Pero luego la policía también nos echa de los sitios donde nos ponemos. Nos registran a cada rato. Lo mismo viene una patrulla que nos hace registrar todas y cada una de las mantas, y cuando cambian el turno, viene la siguiente para obligarnos a hacer lo mismo”.

Cuando se le pregunta por qué lo echaron asevera que contestó mal cuando una miembro de la organización abrió la puerta de su habitación cuando él se encontraba en calzoncillos. “Yo me asusté y contesté en alto, nervioso, ahí empezaron los roces y tres días después me expulsaron”. Jardinero y albañil, el maliense, que cuenta con una ruta que lo llevó primero de Mali a Mauritania para embarcarse en ese segundo país, en un periplo de meses, lo único que quiere es llegar a Francia , donde viven dos de sus hermanos.

Más tiempo lleva allí, en aquél descampado con vistas, su compañero Anas, que se confiesa totalmente arrepentido de salir de Dajla para poner proa a Canarias. Acumula más de 14 días tirado en el suelo. “Paso mucha hambre y a veces ni siquiera consigo agua”, mientras señala para Jamal, al que se le acumulan los problemas porque solo le quedan cuatro pastillas de una medicación que se está tomando para los riñones, que tiene inflamados.

También deja su huella en las muñecas las esposas que le pusieron a Anas, al que llegaron a meter en comisaría. “Me tumbaron boca abajo”, reconoce, “y me colocaron una rodilla aquí, en el cuello”. Ahora es cuando se acuerda de su familia, de los diez euros al día que ganaba en su Sáhara natal como pescadero. “Tú piensas cuando ves a los marroquíes llegar con sus coches a los pueblos donde nacieron que yendo a Europa vas a vivir mejor, que puedes encontrar un futuro, y mira dónde he terminado”.

Asegura que de los 80 kilos con los llegó a Arguineguín tras una travesía de la que se salvó por los pelos porque estuvo tres días a la deriva por el fallo de los motores a 80 kilómetros de las costas de Canarias, se ha dejado 20 en la aventura. Todo ello en dos meses y dos semanas, “y sin saber que va a ser de nosotros mañana”.