Opinión | A babor

El malestar

DIRECTO | La manifestación del 20-A en Tenerife bajo el lema 'Canarias tiene un límite'

DIRECTO | La manifestación del 20-A en Tenerife bajo el lema 'Canarias tiene un límite'

Escuché los quince minutos de rueda de prensa de los convocantes grancanarios a la manifa más grande de la historia de las islas, y la verdad es que resulta difícil no sentir simpatía, si no por los argumentos, sí por su candor e ingenuidad. La presentación ante los medios, precedida de unos interminables minutos de toma falsa, muestra una tendencia clara a la exageración y la indefinición. Es una suerte de querencia por endosarle a algo y a alguien –al turismo depredador, a los empresarios avariciosos, a todas las administraciones e instancias, a los cinco siglos de rapiña colonial, al desarrollismo franquista– el malestar vital y existencial de estos tiempos aciagos: ¿Cómo no sentir alguna forma de ternura ante esos tres jóvenes, acompañados de una representante de las kellys, convencidos de que este mundo puede cambiar, de que el universo se divide en buenos y malos, de que el éxito de los procesos depende específicamente de la voluntad de las masas?

Conozco bien esa ensoñación, marca de la casa en los años de desasosegada juventud, cuando creía que el mundo sería mejor fusilando burgueses, confiscando propiedades y educando proletarios. Estos chicos de ahora son algo menos ingenuos de lo que fuimos los hombres y mujeres de mi generación –nosotros–, pero aún tienen fe en la bondad de las mayorías y la belleza de los sueños. Pero si algo nos ha demostrado la historia es que los sueños de las mayorías se convierten con frecuencia en pesadillas. Estos chicos creen todavía que el mundo –al menos nuestro mundo pequeño, el de los 2.400.000 que hoy saturamos las islas– puede cambiarse con consignas. Una periodista les pregunta sobre lo que esperan, lo que desean, lo que proponen, y lo hace con la intención de ayudarles, ofreciendo pistas de por dónde deberían ir los tiros para que su propuesta fuera más convincente, más creíble, más aceptable para un establishment que –ellos aún no lo saben– ya ha fagocitado la convocatoria y todo lo que quería representar, para convertirla en asumible por las universidades, las murgas, los partidos, y hasta esos empresarios que anuncian cínicamente que ha llegado el momento de reflexionar sobre el modelo.

Rescato de mi propia memoria un texto escrito hace más de cuarenta años, una ponencia presentada a un congreso militante, luego convertido en artículo periodístico y en la que exijo con mi olímpica seguridad que Canarias «deje de ser Las Vegas en el Atlántico». Escribí eso en 1978, cuando el turismo no representaba ni de lejos la mitad de lo que es hoy, lo que mueve hoy, lo que representa en nuestra economía. Recuerdo lo orgulloso que me sentí con aquella comparación de Canarias con Las Vegas, quizá escuchada o copiada de algún sitio.

Los recuerdos de los viejos son el eco de los gritos jóvenes: Enrique Reina, uno de los portavoces de la marcha, contesta a otra periodista sobre las medidas que proponen, con un alegato que define el cansancio y el malestar: quieren una ecotasa, aunque no se paran a plantear qué ecotasa, cómo organizarla, quién debe pagarla, si debe ser sobre el uso de espacios protegidos, la pernoctación, el alquiler de vehículos… y quieren una moratoria, pero tampoco se atreven a decir en qué ha de consistir, qué objetivo pretende, si ha de afectar a todas las islas por igual, las que tienen turismo y las que lo quieren tener, cuánto ha de durar o cómo se materializará para evitar tener que pagar centenares de millones de euros a los empresarios cuando los jueces les den la razón… y quieren acabar con el turismo vacacional, no parecen haberse enterado de que eso es también lo que quieren los hoteleros y el Gobierno, acabar con el incipiente, modesto proceso de reparto de los beneficios del sector… Y quieren, claro, proteger el medio ambiente, el ecosistema, y hacerlo cambiando el modelo, subiendo los salarios de los trabajadores, impidiendo que las eléctricas se enriquezcan con la energía verde y aplaudiendo que haya seis personas dispuestas a morir de hambre (o no) en defensa de la mística de la viborina triste.

Pero lo que de verdad les mueve en este discurso sin matices ni detalles –y el infierno sigue estando en los detalles– es el malestar. El malestar de quienes no ven ya futuro en el planeta, los que viven con terror el cambio que acecha, el pavor de una generación de cristal que siente que no ha recibido lo que merecía, el disgusto de quienes han quedado fuera del poder cotidiano en la última carambola postelectoral, el rencor de los pobres que no entienden dónde va a parar la riqueza, ni por qué unos tienen muchísimo más que otros que no tienen nada, o la de quienes teniendo más que suficiente, garantizado además todos los meses por papá Estado, creen que merecen mucho más.

Es imposible no sentirse solidario con una parte de ese profundo malestar, ese miedo y esa frustración, que es la de hoy. Pero conmigo que no cuenten para aplaudir al coro de los que se suman sabiendo que no hay ciencia en esto. Y lo hacen sólo porque es más cómodo hacerlo –y contarlo en las redes– que ponerse a pensar.

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