La certeza de que el gran Anthony Hopkins (Margam, Port Talbot/Gales, 1937) se haría la madrugada del pasado lunes con el Oscar al Mejor Actor en la ceremonia de entrega de los premios de la Academia por su extraordinaria actuación en el filme El Padre (The Father, 2020), del francés Florian Zeller, era absoluta. No porque el resto de los aspirantes, algunos ciertamente soberbios, como el también británico Gary Oldman encarnando al mítico guionista Herman Mankiewicz en el formidable biopic de David Fincher Mank (Mank, 2020), no lo merecieran sino porque la fuerza transformativa del veterano intérprete galés, su magnética presencia en las pantallas, supera cualquiera molde conocido durante las últimas décadas en el ámbito del cine anglosajón y porque su trayectoria cinematográfica desde su elogiado debut en El león en invierno (Lion in Winter, 1968), de Anthony Harvey, asumiendo el papel del príncipe Ricardo de Inglaterra, no ha hecho más que crecer en complejidad, carácter y convicción con memorables composiciones a las órdenes de cineastas de referencia internacional como Francis F. Coppola, David Lynch, Richard Attenborough, Mike Newell, Richard Lester, Michael Cimino, Tony Richardson, John Schlesinger, Jonathan Demme, James Ivory o Robert Wise.

Deslumbrante, lacónico y seductor

En la película de Zeller, su última intervención en la gran pantalla, Hopkins interpreta al viejo Anthony, un padre solitario y enfermo de Alzhéimer, que navega entre un pasado nebuloso y un presente turbio cercado por un profundo sentimiento de melancolía, se convierte, bajo su genio improvisador, en un personaje sembrado de matices y de contradicciones que logran, sobre todo, alejar la película de cualquier tentación simplificadora, contemplando la patología que padece el protagonista desde una óptica vital, más que desde una perspectiva estrictamente conductista. El actor, como es habitual en su larga y brillante trayectoria como intérprete cinematográfico, maneja magistralmente todos sus recursos expresivos para acercar al público al drama irreversible de un anciano que se enfrenta irremisiblemente a su inexorable destino.

Pero mucho antes del merecido reconocimiento a su maestría con este espléndido trabajo, Hopkins ya se había hecho acreedor de las alabanzas de la crítica y del público, encarnando a una amplia y variada tipología de personajes en películas que han quedado fijadas en nuestra memoria como ejemplos inmarchitables de un talento muy superior a la media de sus muy ilustres compañeros de profesión en su Gran Bretaña natal, el país de origen de eminencias tan justamente veneradas por crítica y público como Lawrence Olivier, Richard Burton, Peter O´Toole, Ralph Richardson, Charles Laughton, Alec Guinnes, Jeremy Irons, Ian McKellen, Albert Finney, Daniel Day-Lewis, Lawrence Harvey, James Mason, Michael Caine, Ian Holm o Alan Rickman.

Desde el temible psiquiatra asesino Hannibal Lecter de El silencio de los corderos (The Silence of the Lambs, 1991), papel por el que obtuvo su primer Oscar y con el que alcanzó una inmensa popularidad, hasta el Adolf Hitler de The Bunker (1980), de George Shaefer, pasando por el despiadado capitán Bligh, de Motín a bordo (The Bounty, 1984), de Roger Donaldson, tan convincente como sus colegas Charles Laughton o Trevor Howard en las dos versiones precedentes de la legendaria novela homónima de Charles Nordhoff y James Norman Hall; el fondo marrullero de Richard Nixon de Nixon (Nixon, 1995), de Oliver Stone; el altruista doctor Frederick Treves de la espléndida El hombre elefante (The Elephant Man, 1980), de David Lynch; el lacónico y desconcertante Alfred Hitchcock de Hitchcock and the Making of Psycho (Hitchcock, 2012), de Sacha Gervasi, otra de las muchas personalidades populares que Hopkins encarnó en la pantalla.

También personificó al desolado Quasimodo de El jorobado de Notre Dame (The Hunchback of Notre Dame, 1982), de Michael Tuchner; el aguerrido e imperturbable profesor Abraham Van Helsing de Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker´s Dracula, 1992), de Coppola, o el ambiguo Benedicto XVI de Los dos papas (The Two Popes, 2019), del brasileño Fernando Meirelles, Hopkins ha mostrado una capacidad descomunal para asumir los retos más complejos, aplicando siempre una técnica interpretativa alejada por completo de cualquier tentación a la sobreactuación y evitando caer en todo momento en los socorridos recursos dramáticos que emplea esa miríada de intérpretes unidimensionales que invade el cine de nuestros días sin dejarnos el menor rastro de su paso con interpretaciones planas y rutinarias. Hopkins, en cambio, representa el prototipo de actor capaz de sostener una cierta dignidad profesional, ya sea en producciones artísticamente mediocres o en filmes de gran calado intelectual.

En este sentido Stevens, el singular mayordomo al que da vida en Lo que queda del día (The Remains of the Day, 1993), de James Ivory, una de las obras mayores del popular cineasta californiano, constituye el mejor ejemplo del talento personal que impulsa el trabajo de este eminente actor en su doble condición de fiel servidor del ambiguo Lord Darlington (espléndido James Fox), que como muchos otros miembros de la alta sociedad británica en los años 30, es engañado por los planes de los Nazis, que intentan entablar una relación con el Gobierno británico, y de hombre situado en el punto de mira de un creciente conflicto político, familiar y sentimental, que afronta con la discreción y la elegancia de un ser que, pese a su involuntaria implicación en el conflicto, no pierde en ningún momento su aristocrática compostura como máximo responsable de la copiosa servidumbre que mantiene la vieja mansión. En esta interesante película, que obtuvo nueve nominaciones al Oscar, incluyendo al propio Hopkins, el actor compone uno de los personajes más sutiles e inquietantes de su prolija carrera ante las cámaras.

Incluso en superproducciones tan habituales del cine mainstream de los años noventa como La máscara del zorro (The Mask of Zorro, 1998), de Martin Campbell, un ameno espectáculo de capa y espada que contó con una segunda entrega y con nuestro Antonio Banderas como coprotagonista, tiene su propia aparición estelar, inyectando a la película un importante plus de respetabilidad, tanto como sus intervenciones, más o menos breves, en películas menores, como Conoce a Joe Black (Meet Joe Black, 1998), de Martin Brest; Un puente lejano (A Bridge Too Far, 1977), de Richard Attenborough; Leyendas de pasión (Legends of the Fall, 1994), de Edward Zwick; Instinto (Instinct, 1999), de John Turteltaub o Transformers: el último caballero (Transformers: The Last Knight, 2017), de Michael Bay, donde Anthony Hopkins consigue atenuar, gracias a su icónica presencia, la ostensible mediocridad artística de las mismas.