Opinión | A BABOR

El suicidio

El turismo aporta a la economía regional más de un tercio de su riqueza, contribuye poderosamente al gasto público y da empleo a centenares de miles de personas

Archivo - Aeropuerto de Gran Canaria, turismo

Archivo - Aeropuerto de Gran Canaria, turismo / EUROPA PRESS - Archivo

A estas alturas, podría decirse que el turismo forma parte indisoluble de la idiosincrasia regional: existe en Canarias desde finales del siglo XIX, cuando ni siquiera se lo conocía por ese nombre. En las últimas cinco décadas, tras la superación de la crisis turística de los años 70, sólo ha experimentado dos retrocesos significativos, no vinculados además al territorio, sino a situaciones generales: uno de esos retrocesos, el que siguió a los atentados del 11 de septiembre, consecuencia del miedo a volar, fue realmente breve. El verdadero parón, mucho más dramático, fue el resultado de las medidas que se introdujeron para frenar la pandemia. La economía de las islas se contrajo entonces más que la de cualquier otra región española, y si no se hubieran destinado ingentes ayudas públicas para hacer frente a las necesidades de la gente, se habría producido un verdadero colapso social. El turismo aporta a la economía regional más de un tercio de su riqueza, contribuye poderosamente al gasto público y da empleo a centenares de miles de personas.

Esa es la parte buena del extraordinario éxito del sector. El reverso oscuro tiene que ver con dos factores fundamentales: uno es la terciarización de la economía canaria, con sueldos más bajos que en la industria –aunque más altos que en la agricultura-, y el otro tiene que ver con el impacto de la masificación, una afluencia desmesurada de visitantes que podría sobrepasar la capacidad de carga del destino, y presenta desafíos que amenazan el medio ambiente y la calidad de vida de los residentes locales. La afluencia masiva de turistas produce una presión difícil de sostener sobre los recursos naturales, especialmente el agua, la energía –que en Canarias se produce toda localmente– y la diversidad biológica, La sobreexplotación es la principal responsable de la degradación de los ecosistemas costeros y de la creciente necesidad de agua, que implica un mayor gasto energético, porque una gran parte del agua que bebemos en las islas se fabrica con electricidad, que a su vez se fabrica con fuel.

En los principales destinos –Las Palmas de Gran Canaria y los sures de las islas turísticas– ha sido necesario realizar grandes inversiones para evitar la congestión del tráfico, y se ha producido una gran proliferación de edificios y –en algunos casos– la degradación del entorno urbano. Es absolutamente cierto que la masificación erosiona la identidad cultural de las comunidades locales, al impulsar la dependencia económica del turismo. La expansión del turismo en ámbitos no turísticos –uno de los inconvenientes del crecimiento de la vivienda vacacional– incide negativamente en los pueblos y barrios de las islas y amenaza la diversidad, porque el turismo transforma y homogeneiza las sociedades. En Canarias viene haciéndolo desde hace un siglo, y hubo un tiempo en que ese proceso se consideraba positivo, por cuanto favorecía la tolerancia y la integración. Hoy no. Hoy se considera que aculturiza. Y eso también es cierto.

Porque el problema con el turismo –como con casi todo en esta vida– es que el reconocimiento de los daños que provoca, no debería impedir que entendiéramos los beneficios que aporta. El impacto en el suelo es alto, sí, pero en relación con la economía generada, es mucho más alto en la actividad agraria, e infinitamente más contaminante en el sector industrial, que es inviable en las islas, por otro lado. La terciarización de la economía, y su influencia en los sueldos, es también un factor negativo, pero sería mucho más incapaz de mejorar la vida de la gente una economía basada en una agricultura subvencionada y en la aportación al PIB de los empleados públicos y las clases pasivas. Un ejemplo de economía sin el motor del turismo lo tuvimos ya en las islas, y algunos aún la recuerdan: es la economía de la autarquía, en la que el reparto desigual de la riqueza se sustituía por un reparto desigual de la miseria y el hambre.

El problema al juzgar el papel del turismo en nuestro desarrollo económico y social es hacer un juicio radical, caer en las certezas absolutas, en los prejuicios y la falta de sentido común. Hay peligros en el camino, pero Canarias has hecho muchísimo en los últimos años por regular y mejorar su oferta, por reducir el impacto sobre el territorio, por aumentar las infraestructuras y la cadena de valor, por retener más recursos del viajero para que se queden en las islas, por reducir el consumo energético y de agua, por incorporar productos locales al consumo turístico y por sumar lo autóctono a la oferta. Es necesario continuar regulando, establecer normas más restrictivas sobre los recursos –suelo, agua, energía–, usar el turismo para tirar de otros sectores, invertir dinero público en vivienda social, defender nuestra mestiza identidad y mejorar los salarios. Pero convertir el turismo en algo así como un veneno social, como pretende la turismofobia militante, no es sólo peligroso, es puro suicidio. Sería destruir nuestro mayor recurso, nuestra principal fuente de riqueza.

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