Opinión | Tribuna abierta

Gustavo A. Vivas García

Filipo de Macedonia, ese rey desconocido

Busto de Filipo II de Macedonia

Busto de Filipo II de Macedonia / Wikipedia

Mario Agudo Villanueva ha salido más que airoso de un arduo envite: el de pergeñar negro sobre blanco la que es, que yo conozca, la primera monografía dedicada a una figura elusiva, la del rey macedonio Filipo II, padre de Alejandro III, más conocido como Alejandro Magno, ese otro rey macedonio cuyo carácter «bigger than life», lo ha transmutado de ser humano en carne y hueso a verdadera leyenda.

Filipo vivió su vida al límite, todo en exceso, como muchos gobernantes en sociedades preindustriales. Pero era un monarca de enorme olfato político, diplomático y guerrero, conquistó en su reinado de poco más de veinte años la totalidad de la península helénica y fue, pese a sus defectos –qué ser humano no los tiene– un estadista de primer orden. La irrupción de Macedonia en el «avispero griego» del siglo IV antes de la era, como certeramente califica nuestro autor a la situación de la Hélade en ese momento, marcó un antes y un después en ese lugar del continente europeo. Coincidió con la decadencia de las que hasta eran las ciudades de mayor poderío político y militar en la península, la militarista Esparta –a la que muchos historiadores contemporáneos han comparado con el actual estado de Israel–, Tebas y sobre todo Atenas.

Filipo, no especialmente agraciado y con la visión de un solo ojo, cual Polifemo tras haber perdido la visión del otro en 354 durante el asedio de Metone, fue el responsable del incontestable ascenso de los feraces macedonios, a los que como recordara Arriano en su famoso discurso de la Anábasis, hizo descender de las agrestes montañas a las fértiles llanuras, transformando así la base económica de una Macedonia que pasó de ser esencialmente ganadera a considerar los recursos agrícolas como la principal fuente de recursos.

Es cierto que la tradicional imagen que la propaganda nos ha legado de Filipo hace de él un bruto despiadado y sanguinario, oportunista y calculador, un tirano dispuesto a todo por reducir al conjunto de los griegos a la esclavitud. Esa es la imagen que se ha afianzado en el imaginario colectivo. Esa, y la de ser uno de los vértices de un auténtico y freudiano «eje del mal», cuyos otros dos integrantes lo formarían la desmesura e hybris de su famoso hijo, el conquistador de Asia y la India; y la madre de éste y esposa de Filipo, Olimpíade, mujer posesiva y conspiradora entre bambalinas.

Es mérito importante de Agudo Villanueva, el rescatar –aunque echamos de menos algún apartado sobre Filipo el hombre, un acercamiento a la persona, en el conjunto del libro– a Filipo como hegemon y como rey del conjunto de esos macedonios intratables a los que él se esforzó en sacar de la periferia de los griegos. No es mérito pequeño, porque lo hace con el dominio de una bibliografía extensa y actualizada. Se palpa en el volumen la auténtica pasión, el auténtico amor del autor por todo lo heleno, en general, y por el fenómeno de la monarquía macedonia en particular.

Es asimismo mérito de Desperta Ferro Ediciones el haber editado tan bellamente este volumen, en una labor en la que sin duda nuestro colega Óscar González Camaño ha tenido algo que decir. Un González Camaño con el que compartimos inquietudes e intereses y que, en algunas partes del libro (p. 32, por ejemplo), realiza algún guiño comparativo entre la historia macedonia y la de la tardía República romana, que él tan bien conoce.

Agudo ha puesto en pie a un interesante Filipo. Su apéndice final sobre la imagen del rey en la cultura contemporánea no puede ser más pertinente y atractivo. Debemos felicitarnos todos, y felicitarlo a él por haber llevado a cabo esta tarea y por el positivo desenlace, que acaba de ver la luz. Un libro del todo esencial para entender al rey macedonio, que fue mucho más que el padre de Alejandro Magno.