Opinión | Risas y fiestas

Aida González Rossi

Con enfado, escribir

Con enfado, escribir

Con enfado, escribir / El Día

Siempre me ha costado muchísimo escribir desde el enfado. A veces quiero intentarlo, ponerme delante del ordenador y empezar a sacar mi rabia y acabar con un texto que (creería yo en ese momento) podría cambiar algo, demostrarle al objeto de mi ira que tengo razón y que la belleza creada por mi sensibilidad dañada le puede callar la boquita. O más bien quiero, simplemente, que las cosas que digo se correspondan con la oscuridad de las cosas de las que hablo. En cambio, suelo acabar en la fiesta. Buscando la risa de las cosas, la dulzura escondida, la resistencia, la ironía o la experiencia corporal o el recurso entretenido que haga tolerable y tragable aquello que me pica, que me pica por dentro y sí, es lo que me motiva a decir algo, a explicar algo, a enseñar algo que no necesariamente grita ¿Por qué no lo logro?

Es que sí. La mayoría de chicas que escribimos lo hacemos porque hemos pasado por cosas que nos enfadan. El germen de nuestra escritura, seguramente, está formado por esas conversaciones que hemos tenido botadas en un césped o en la arena de una playa (en suelos que rascarnos luego, casi siempre) en las que nos hemos quejado de todo y más, en las que hemos compartido inseguridades, dudas, violencias, necesidades de cambios, conocimientos vetados pero flotantes en nuestras cabezas que, asintiendo, confesaban: estamos tan cabreadas. Yo creo que ese apretón de manos de las amigas tras esa confesión es la escritura feminista.

Las escrituras feministas. Yo admiro aquellas (la de Mariana Enríquez, la de Ottessa Moshfegh, la de Meryem El Mehdati, la de Sabina Urraca, la de Tayri Muñiz, la de Cristina Morales, la de Carmen Maria Machado) que sí son capaces de emular esa conversación rabiosa. Leerlas me causa el mismo efecto: me revela esos espacios problemáticos que yo también habito y que a mí también me joden la vida aunque sepa que no son naturales, que no existen por orden divina, que son creados y pueden y deben transformarse y que nuestras voces importan y pueden enunciarnos. Iluminan lo oscuro. Me permiten transitarlo.

Sin embargo (o no sin embargo: no hay una contraposición, un enfrentamiento, sino un abrazo, un ser lo mismo, un estar en lo mismo), también admiro las que son capaces de emular el apretón de manos de después de la charla. Esas que, desde lo oscuro ya iluminado, buscan ahondar en lo que se sostiene en medio de tanta mierda, mostrar un universo que existe aunque lo apaleen, extender hacia otras esas verdades que hemos aprendido aunque lo tuviéramos todas en contra, llevar hacia fuera el mundo de las niñas, de las chicas, dignificarlo, celebrar existencias aparentemente incelebrables y, rompiendo también ellas los cimientos de “lo literario”, demostrar que pueden romperse tantos otros. Aquí me refiero a las escrituras feministas de, por ejemplo, Andrea Abreu, Laura Fernández, Lana Corujo, Tina Suárez Rojas, Elisa Victoria, María José Hasta, Juli Mesa, Raven Leilani, Miranda July, Marta Sanz. Me refiero a quienes construyen mundos que acogen precisamente porque se han enfadado.

Creo en todo esto. Creo en ambas posturas. Creo en que la literatura es una conversación y en lo que dijo Audre Lorde: «Tu silencio no te protegerá». Creo en ello, y sin embargo (y aquí sí hay contraposición, enfrentamiento, no ser lo mismo):

Ok, pero ¿por qué no consigo escribir desde el enfado, por qué en ocasiones me voy a la fiesta y siento que estoy perdiendo el mensaje que quiero dar? ¿Por qué la rabia de una mujer (y vuelvo a Audre Lorde, a quien les recomiendo mucho leer para completar esto que en mi caso hace referencia a la rabia de una mujer blanca: no dejen de reflexionar sobre lo que significa la rabia de mujeres con otras identidades) tiene tantas implicaciones y genera una marca tan enorme cuando sale? ¿Por qué a veces las escrituras acogedoras (cuando no son intencionales, cuando no son conscientes de su propia rabia) se convierten en un escudo que nos protege de la ira que sentimos?

«Tu silencio no te protegerá», pero aprenderás a hablar de formas cómodas para quienes quizá no quieran escucharte. Los imaginarios de las escrituras feministas, tan «sin embargo» frente a los de las escrituras masculinas, deben partir de esta idea. Si no tenemos claro que nos enfrentamos también a un lenguaje configurado para que nuestras quejas no sepan tomar forma, quizá no consigamos emular la conversación con las amigas ni el apretón de manos de las amigas. Quizá nos quedemos solo en un lado de la ecuación sin entender que no los hay, que decimos lo mismo y somos capaces de adoptar todas las formas impertinentes.

Intentemos comprender con qué enfado escribimos, atrevernos a que así sea, ser conscientes de cuáles son las cosas de las que nos estamos salvando con esos arrumacos. No necesito los escudos que necesitan para herirme.

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