Opinión | A babor

Ginebra

Ginebra (Suiza).

Ginebra (Suiza). / Pixabay

Ginebra: preferiría escribir sobre el adulterio en los mitos artúricos, o sobre una bebida de alto contenido en alcohol que combina bien con la tónica. Pero la cosa va hoy de la que algunos consideran –sin serlo– la capital de Suiza. Ni siquiera es la ciudad más poblada de la Confederación –lo es Zurich–, y su presencia en la historia –que da comienzo con la toma de un pequeño poblado alóbroge por Julio César, que lo fortificó y le dio su actual nombre– tiene que ver con ser algo así como la capital de la paz, el lugar donde Henry Dunant, impresionado por las 40.000 bajas de la batalla de Solferino, concibió la Cruz Roja como un instrumento humanitario para auxiliar a los heridos de guerra. La misma aburrida ciudad helvética donde, apenas un año después de la fundación de Cruz Roja, su Comité Internacional logró que se firmara por doce naciones el primer Convenio de Ginebra, hoy universalmente reconocido por todos los países del mundo. Gracias a ese convenio y a los tres convenios siguientes, y a los acuerdos y tratados para proteger y socorrer a los heridos en combate, dar carácter neutral al personal sanitario, a los vehículos de socorro y los hospitales militares, el nombre de Ginebra acompaña siempre los acuerdos de paz o las treguas suscritas entre países en guerra. En Ginebra se han firmado más desarmes que en ninguna otra ciudad del planeta, aunque también es cierto que la mayoría de ellos se los han pasado los contendientes literalmente por el forro...

La elección por Puigdemont de Ginebra como lugar para llevar a cabo las negociaciones entre Junts y el PSOE persigue apropiarse del carácter simbólico del sitio, presentando los encuentros ante la comunidad internacional como negociaciones no entre dos partidos –que es lo que son–, sino entre un supuesto gobierno de Cataluña en el exilio y el Gobierno de España. Eso es algo que no parece haber preocupado demasiado a la parte negociadora que teóricamente representa a España, y en realidad defiende la supervivencia y continuidad política del presidente y del PSOE. Tampoco preocupa el hecho de que en las reuniones, que se mantienen bajo el mismo manto de secretismo que todas las anteriores, participen uno o varios relatores, que darán fe de los acuerdos alcanzados. El pacto de legislatura entre Sánchez y Puigdemont, firmado el nueve de noviembre en Bruselas para hacer viable una investidura que parecía imposible, recoge el exotismo de que el PSOE y Junts se reúnan mensualmente bajo la tutela de un verificador internacional.

La decisión de elegir Ginebra es –aparte su carácter simbólico– también porque se trata de una ciudad discreta, con menos trajín político y periodístico que Bruselas, y en la que ya se habían producido antes reuniones entre los negociadores del PSOE y Junts. El primer encuentro tenía que haberse celebrado de hecho antes de acabar noviembre, pero el PSOE lo retrasó hasta que se iniciara la legislatura, que arrancó ayer formalmente bajo la presidencia del rey Felipe. El retraso provocó la airada amenaza de Junts, que recordó que la legislatura depende de ellos, y amagó con votar junto al PP contra el presupuesto. El PSOE aceleró entonces el encuentro, que debe producirse obligatoriamente en el extranjero porque Puigdemont es un prófugo, un huido de la Justicia, y si volviera a España sería inmediatamente detenido y entregado a los jueces.

La reunión se celebra, pues, en Ginebra, en un lugar desconocido, con un relator también secreto, y con una agenda que no será hecha pública para evitar que la publicidad provoque dificultades a los negociadores. Lo de la luz y los taquígrafos es propio de la democracia, pero lo de Ginebra es otra cosa: no es democracia, es diplomacia.

Porque –aunque no hay confirmación oficial– los acuerdos suscritos indican que ya en esta primera reunión de lo que se va a hablar es básicamente de las dos principales exigencias de Puigdemont para avanzar en la construcción de la patria catalana: la celebración del referéndum de autodeterminación y la modificación de la Ley Orgánica de Financiación, para que la Generalitat sea quien recaude directamente todos los impuestos en territorio de Cataluña, como ya ocurre en el País Vasco.

Sabemos que el PSOE es contrario –excepto cambio de opinión en los próximos meses– a la convocatoria de referéndum y también a la cesión de la totalidad de los tributos a Cataluña. Pero todo es cuestión de relato: probablemente el PSOE mantendrá su posición en lo que se refiere al referéndum, y acabe ofreciendo una reforma del Estatuto a votar por los catalanes, que consagre la independencia fiscal. A fin de cuentas, Cataluña se mantiene como la región que más dinero ha recibido de los 113.000 millones del sistema de financiación en este año. Además de la quita de deuda de 15.000 millones, y del secreto a voces de incorporación de gasto territorializado en el presupuesto del Estado, Cataluña ha recibido a cuenta en lo que va de 2023 hasta 21.317 millones.

Aun así, Puigdemont necesita un éxito económico en la negociación, algo que vender a su tropa, como necesita ser amnistiado con tiempo para presentarse a las elecciones catalanas. Esas van a ser sus prioridades, lo que no quita que tengamos este próximo año bastante circo a cuenta de la consulta, la autodeterminación y la continuidad del procés. Pero a pesar del numerito de Ginebra, del relator, de la paz entre naciones y etcétera, lo gordo va a empezar después de las elecciones catalanas.

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