Opinión

Ricardo Campo Pérez

Antiguos portentos celestes

Uno de los pilares de la creencia en los ovnis es el asombroso desarrollo de la tecnología aeronáutica y astronáutica del siglo 

Un halo de luz en Estocolmo.

Un halo de luz en Estocolmo. / E. D.

Quienes sostienen que hemos sido o somos‒ visitados por extraterrestres en algún momento de la historia del planeta a menudo rebuscan entre anécdotas antiguas, ya sean viejas noticias periodísticas o crónicas sobre maravillas, con la intención de dar con fenómenos y sucesos celestes que posean un parecido de familia con el mito contemporáneo de los ovnis. En general, no les interesa el contexto cultural e histórico en el que ocurrieron sucesos de muy probable naturaleza meteorológica o astronómica (si no se trató de fabulaciones interesadas), porque esta precaución tiende a disolver el misterio. Y este resultado no se puede consentir si el objetivo es mantener un estatus como heterodoxo más o menos ávido de dinero y popularidad.

La mayoría de las ocasiones, el citado parecido de familia se convierte en una identidad total, asegurándose que esos antiguos fenómenos celestes son antecedentes directos de las contemporáneas apariciones de ovnis (de 1947 en adelante). No parece correcto aplicar el apelativo ovni a relatos sobre antiguas visiones, ya que el término, en primer lugar, es propio del siglo XX, y, en segundo, se refiere a supuestas naves extraterrestres con avanzada tecnología espacial. En este sentido, no hay ovnis en el pasado, a pesar de que investigadores como Jacques Vallée y Chris Aubeck dedicaran una monografía a tal fenomenología (Wonders in the Sky: Unexplained Aerial Objects from Antiquity to Modern Times) y de que sea un tópico en las historias diacrónicas del “fenómeno”. A pesar de la existencia de tales relatos, incluirlos anacrónicamente en la misma categoría que los “ovnis” contemporáneos aumenta la confusión sobre la esencia de ambas clases (o conjuntos más bien borrosos). 

Porque, en realidad, uno de los pilares de la creencia en los ovnis es el asombroso desarrollo de la tecnología aeronáutica y astronáutica del siglo XX; los relatos previos a esta época son, en su mayoría, referencias a manifestaciones celestiales de apariencia etérea o de seres desencarnados inmersos en la tradición de apariciones fantasmales que interaccionan con los vivos, indicios y signos apocalípticos, etc., aunque, ya en el siglo XIX, es fácil rastrear menciones periodísticas a máquinas voladoras de ignoto origen (véase Artefactos alienígenas. De la antigüedad a 1880, también de Aubeck).

Quienes aseguran que las apariciones de “ovnis” pueden retrotraerse hasta la antigüedad, argumentan que tales episodios se hallan exentos de explicación por parte de los críticos escépticos como modernos aviones, dirigibles, cohetes, misiles o prototipos aeronáuticos militares. Lógicamente, las explicaciones que apelen a tecnologías voladoras de fabricación humana deben ser descartadas en referencia a esas viejas crónicas; pero ello no debe llevar a sostener que se trata de fenómenos inexplicables. Al contrario, buena parte de esos relatos fueron producto de interpretaciones supersticiosas o antropocéntricas de sucesos atmosféricos. Por ejemplo, un halo solar o un bólido persistente tanto en siglo XVI como en la actualidad no son ovnis, siempre que las descripciones aportadas nos permitan proponer tales explicaciones. Entre los fenómenos que eran susceptibles de interpretarse como indicios providenciales o nefastos se encuentran los citados halos, las grandes estrellas fugaces y en general cualquier meteoroide, los parhelios y demás juegos ópticos de la luz en la atmósfera como el Fata Morgana, las nubes pareidólicas con forma de barco o yunque como los cumulonimbos y el skypunch (https://es.wikipedia. org/wiki/Skypunch).

La antigüedad de los antiguos portentos

En los siglos pasados, los fenómenos celestes esporádicos eran percibidos, en su mayoría, como malos augurios o advertencias sobrenaturales. En otras ocasiones, coincidían con el nacimiento o la muerte de una personalidad relevante. Esta presupuesta conexión fue relativizada ya en el siglo I d. C. por el naturalista y geógrafo Plinio el Viejo en su Historia Natural. Allí destacó que hombres como Tales de Mileto o Hiparco, que habían predicho varios eclipses solares, fueran capaces de “comprender la ley de tan importantes númenes [astros] y liberar por fin del miedo a la pobre mente humana que en los eclipses veía con temor crímenes o algún tipo de muerte de los astros”.

El historiador romano Tito Livio mencionó en su Historia de Roma algunas lluvias de piedras y barcos voladores. Y, por su parte, el cordobés Séneca, más conocido por sus obras morales, se refirió en sus Cuestiones naturales a las “columnas y los escudos volantes”, que hoy aquellos ufólogos que venden su producto al peso no dudan en identificar con las “naves nodriza” y con los “platillos voladores”, según el folclore nacido a mediados del pasado siglo.

No podemos pasar por alto al Charles Fort del siglo IV: Julius Obsecuens (más conocido por Julio Obsecuente), un oscuro recopilador romano de prodigios: lluvias de piedras, incendios en lugares en los que no había nada combustible, ríos en los que mana sangre, animales monstruosos y noches en las que se hizo de día, entre otros sucesos de semejante cariz se dan cita en la recuperación que de la obra de Obsecuente hizo Conrado Licóstenes (también otro recopilador de material semejante) en el siglo XVI. La clave política de la obra del antiguo romano es la dialéctica entre la doctrina cristiana, con creciente influencia, y la religión romana que Obsecuente deseaba mantener y reforzar.

Es obligado citar, igualmente, al obispo Agobardo de Lyon, que redactó en el siglo IX De grandine et tonitruis con el objetivo de combatir una creencia contemporánea: sostenían algunos la existencia de unos sujetos llamados tempestarii que, al parecer, eran unos magos capaces de generar tormentas a voluntad. Agobardo también narra que la gente pensaba que existía una región denominada Magonia, de la que procedían los barcos en que navegaban los tempestarii sobre las nubes. Sus tripulantes recogían los frutos terrestres caídos a causa de las tempestades que desencadenaban. Diversas fuentes medievales anglosajonas recogen las apariciones de estos barcos voladores magonianos.

Durante el Renacimiento, y en particular durante la Reforma religiosa, abundaron folletos y hojas impresas en los que, cual revista de misterios de hoy en día, aparecían brujas, nacimientos monstruosos y todo tipo de apariciones. Se relacionaba todo ello con los principales eventos políticos y religiosos de la época. Éste es el contexto en el que surgen esos panfletos: una visión del mundo en la que los prodigios no se presentan de manera inopinada, sino que forman parte de los designios de la divinidad cristiana. Según el lingüista francés Raymond Bloch, autor de Los prodigios en la antigüedad clásica, “Un prodigio es siempre la irrupción de lo sagrado en lo profano, testimonio de tal o cual modificación que se produce en las relaciones entre los hombres y los dioses: y los primeros pueden deducir de él importantes conclusiones para su propia vida. Signo privilegiado ofrecido a la observación humana, el prodigio entra de pleno en el mundo de la adivinación, actividad religiosa privilegiada de los antiguos”. Entre los fenómenos citados destacan los relatos referidos a ejércitos celestiales y batallas en el cielo. 

Las descripciones de tales acontecimientos suelen ser bastante detalladas, e incluyen soldados a pie, caballería, armas, estandartes, etc. Un ejemplo destacado es el espectáculo celeste observado por numerosos testigos en Núremberg el 14 de abril de 1561. La descripción del fenómeno dice así: «Eran “esferas” de color rojo sangre, azulado y negro, o “discos anulares”, cerca del Sol, tres por ejemplo en fila, a veces cuatro en cuadrado, y también algunas solas, y también se vieron entre esas esferas algunas cruces de color sangre». Había también «dos o tres grandes tubos en los que había tres o cuatro o más esferas, y todos ellos comenzaron a pelearse entre sí». El fenómeno duró aproximadamente una hora. Luego, «todo ello como ofuscado por el Sol cayó a la Tierra desde el cielo como si todo ardiera y con gran vapor desapareció poco a poco sobre la Tierra».

La extraña descripción del fenómeno observado hace difícil su explicación. No obstante, el portal La mentira está ahí fuera (https://tinyurl.com/jeuvz8z8; y, con mayor detalle, este breve y recomendable vídeo: https://youtu.be/MmrPkWQ3lV0) sugirió la posibilidad de que aquel día se produjera un espectacular halo solar al amanecer, cuya geometría aparentó esferas, arcos y puntos luminosos formados por cristales de hielo, todo ello producto de la refracción de la luz solar a gran altura (véase esta espectacular filmación: https://youtu.be/8GHZOvhxS1E).

En general, hasta que no cuajó la revolución científica en su faceta astronómica, cualquier fenómeno celeste que se alejara de lo habitual podía interpretarse como designio o augurio de futuros acontecimientos humanos relevantes. Cabe interpretar esta creencia social como una forma de correspondencia (o continuismo cósmico), uno de los atributos de la especulación esotérica señalados por diversos eruditos: la conexión significativa entre dos o más ámbitos de realidad (p. ej., los metales o las partes del cuerpo humano con los planetas del sistema solar); en este caso, la esfera supra lunar y la sublunar. Las leyes de la física renacentista y moderna igualaron ambas zonas, haciendo superfluas esas conexiones “sutiles”: la Tierra no es un pivote cósmico. Independientemente de ello, la cultura popular que cataloga algunos sucesos celestes como de origen sobrenatural o extraterrestre acarrea siempre intereses políticos y tecnológicos (mito de los ovnis), religiosos (apariciones marianas) o simplemente comerciales (astroarqueología y otras pseudociencias con facetas creacionistas).

Como es lógico, en España también disponemos de algunos ejemplos de maravillosos fenómenos celestes avistados en siglos pasados. Uno de los más interesantes fue el de los “soles de Cifuentes” (Guadalajara), la mañana del 3 de febrero de 1672. El investigador Manuel Borraz recordó en 1988 que la crónica indica que aquel día se observaron «tres soles, el del medio grande y natural y a los dos lados, otros dos soles, y unos y otros despedían sus rayos; los dos despedían los suyos hacia el de en medio; y de la parte de arriba había como dos medias lunas casi pegadas y las puntas una las tenía hacia arriba y la otra hacia abajo; y entre estos tres soles y las dos lunas había como un arco pegado a él con una como flecha que amagaba a las lunas y de los dos soles que estaban a los lados salía un arco iris de la color que se suele ver, que la una punta tiraba hacia la fortaleza y al otro a Nuestra Señora de La Soledad, todo lo cual lo vio el testigo y otros muchos de esta Villa y forasteros». Como bien explicó Borraz, se trató de un halo solar (del mismo autor véase: https://www.academia.edu/44074568/Maravillas_ de_la_naturaleza_y_ovnis).

En Canarias, José de Viera hizo la siguiente descripción en su Carta filosófica sobre la aurora boreal, observada en la ciudad de La Laguna de Tenerife la noche del 18 de Enero de 1770: «… poco más después de una hora de puesto el Sol se divulgó en esta Ciudad el rumor de que quizá en los Montes de Taganana se havía prendido fuego atendiendo a que aquella parte del cielo parecía estremadamente inflamada, roja, i bañada de resplandor más vivo; pero, habiéndose observado con alguna más atención, se conoció que era una Aurora Boreal. La noche, aunque fría, estaba serena, las nubes corrían bastantemente dispersas, la inflamación i color sanguíneo se estendía por toda la parte del Norte desde el Oriente hasta algunos grados más allá del occidente con una luz a la verdad muy encendida, pero nada tumultuosa, agitada, ni vacilante. Esta iluminación haviendo comenzado a extinguirse por puntos estaba ya a las 12 casi enteramente remisa. No dexó no obstante de causar un extraordinario temor en algunas Poblaciones de la isla en unas por considerar haverse prendido algún fuego en sus inmediaciones, para cuya extinción salieron exploradores, i en otras por considerar era fuego del Cielo fulminado por nuestras culpas, con cuya preocupación se puso en algunas patente a Su Majestad Sacramentado i se hizieron otras distintas obras i actos de piedad».

¿Realmente pudo tratarse de una aurora boreal en una latitud tan cercana al trópico como la de Canarias? Lope Antonio de la Guerra y Peña, colaborador de Viera y Clavijo, apostó por la citada posibilidad. En Canarias es un fenómeno que se observa con muy poca frecuencia: una de ellas fue, precisamente, el 18 de enero de 1770.

El astrofísico Manuel Vázquez y colaboradores publicaron un artículo al respecto en 2006 en la revista especializada Solar Physics (accesible en: http://vivaldi.ll.iac.es/preprints/files/PP06057.pdf) en el que comentan que, además de los testimonios de Tenerife, existe una anotación en los archivos de la catedral de Badajoz que muestra que aquella noche fue observada una aurora desde esta ciudad. Varias personas vieron que la parte norte del cielo aparecía rojiza, una coloración típica de las auroras visibles en latitudes sureñas. Empezó al anochecer y desapareció en torno a las 02:00 horas del día siguiente. También fue observada desde Córdoba. Nada misterioso, mágico o sobrenatural hubo en esta visión, por tanto.

El ambiguo y multifacético catálogo de los portentos celestes de siglos pasados apunta a un cielo ignoto, misterioso y tremendo. Una bóveda celeste de distinta naturaleza que la tierra, pero, al mismo tiempo, origen de señales e indicios de acontecimientos relevantes para los humanos. No es puro psicologismo esta interpretación: después de que el heliocentrismo se convirtió en interpretación dominante de la dinámica del sistema solar y de que las leyes newtonianas igualaran las fuerzas celestes y terrestres, el “cielo” no dejó de ser un espacio con significado más allá de un aparente vacío en el que flotan los cuerpos celestes. Allí, como remanentes de una época empírea, se producían sucesos conectados con los avatares históricos humanos.

A la búsqueda de explicaciones

Como se indicó al principio, la borrosa categoría de las extrañas apariciones celestes se esgrime, con frecuencia, por un sector de interesados en el mito ufológico. Los ovnis, según estos intérpretes, serían la manifestación contemporánea de antiguas visiones, producto de un fenómeno o de una inteligencia oculta que maneja los hilos tanto de la propia visión como de la creencia. Pecan todos ellos de anacronismo en la interpretación de tales fenómenos. Los antiguos relatos distan mucho de reproducir, con cierto afán objetivo, el suceso. Se trata, a menudo, de una interpretación cargada de misticismo y superstición y con fuerte tendencia religiosa, e incorpora motivos alegóricos ajenos a nuestra percepción contemporánea de la atmósfera.

Frente a quienes marean la perdiz con los supuestos enigmas y misterios televisivos y en Internet, declarándose implícitamente alérgicos a las explicaciones naturalistas, el autor procura siempre acercarse a la resolución de esos enigmas. En el caso de los antiguos portentos celestes, el “vicio” de la búsqueda de explicaciones se ve lastrado por la extemporaneidad (desde nuestra posición actual) de los relatos, por su léxico, intenciones y estilo general, y por ser producto de mentalidades muy diferentes de las contemporáneas.

Gracias al avance del conocimiento científico sabemos hoy que estos prodigios, apariciones y señales celestes de aspecto extraño son, en la mayoría de los casos, fenómenos ópticos y astronómicos interpretados según las coordenadas científicas, religiosas y populares de siglos pasados. En manos de prestidigitadores contemporáneos de los misterios seguirían siendo poco más que eslabones de la larguísima cadena de los “enigmas” mediáticos y material de consumo para los buscadores del desconocimiento.

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