Opinión | Retiro lo escrito

Público y privado

Público y privado

Público y privado / José Carlos Guerra

En un programa de la tele autonómica (Conecta Canarias) un compañero me pregunta mi opinión sobre la reciente boda de Teodoro Sosa, alcalde de Gáldar, y me quedo ligeramente estupefacto. La verdad es que no sé qué decir. Como periodista, ¿debe tener una opinión o desarrollar un análisis sobre la boda de don Teodoro Sosa? Inicialmente me parece que no. Me parece –sinceramente– que es un acto privado del señor Sosa. Acto seguido me informan que el alcalde de Gáldar es homosexual y se ha casado con su pareja de muchos años. Todavía me quedo más perplejo. El matrimonio homosexual se legalizó en España en 2015, hace cerca de veinte años, y se han celebrado más de 50.000 bodas desde entonces: hemos visto en los medios esponsales de artistas, políticos, empresarios, abogados del Estado, camareros, guías turísticos, jubilados. Es curioso que se celebre la normalidad de una boda homosexual, porque la propia celebración relativiza bastante dicha normalidad. La normalidad no se celebra: la normalidad transcurre en paz y no hace más ruido que el que despliega ella misma. A ver si se está utilizando una excusa ideológica progre para practicar la chismografía de siempre…

Lo que más me pasma, sin embargo, es que en la tertulia se aseguró que el señor Sosa –un alcalde cuya gestión es muy ampliamente aprobada por los vecinos de Gáldar– se ha casado con el amor de su vida y que el amor –sin duda– es lo que mueve el mundo. ¿Cómo puedo saber yo ni nadie si el señor Sosa se ha casado con el amor de su vida? ¿La gente se casa invariablemente con el amor de su vida, como en las mejores y las peores telecomedias? ¿Eso de que el amor mueve el mundo no era una frase que se ponía antes en los calendarios cuando llegaba la primavera? El mejor comentario que escuché una vez aprobada la ley de 2005 me lo regaló una amiga lesbiana realmente satisfecha con la novedad: «Por fin ya puedo decidir no casarme, que es lo que voy a hacer». Se me antoja pura gazmoñería conservadora considerar una boda –cualquier boda– un ejemplo de felicidad perfecta, redonda, incontestable. ¿Por qué no se considera motivo de atención mediática la separación o el divorcio? ¿Y la ruptura con el primer novio o la primera novia? ¿Por qué no? Tal vez no fuera el hombre o la mujer más importante de tu vida, pero no es discutible que los precedió a todos. Imagino a las cámaras y a los periodistas corriendo tras un alcalde o una viceconsejera para inmortalizar el instante en el que firma el divorcio. Fue hermoso, muy hermoso comprobar cómo la viceconsejera ha superado una relación ya muerta y pesarosa y ahora comienza una nueva etapa promisoria hacia un futuro en el que volverá a encontrar al amor, que es lo que mueve el mundo, o algo por el estilo.

A mi juicio las vidas públicas y privadas de los políticos –y en general de cualquier figura pública– deben estar bien separadas. A mí me resulta perfectamente indiferente a la hora de valor de la gestión de un político si está casado, soltero, viudo o divorciado, si es heterosexual, homosexual o de género fluido. Y creo que esa actitud debería formar parte de las convicciones democráticas básicas en cualquier sociedad madura. De hecho estoy convencido de que muchos políticos se sentirían molestos, porque han adquirido la pésima –y a menudo cínica– costumbre de incorporar en la estrategia de seducción de su marketing a parejas, hijos, sobrinos, abuelas y mascotas. Forman parte del atrezzo de esa normalidad sacramental que quieren transmitir al público, es decir, a los votantes. Esa normalidad impostada y guiñolesca es una de las indignidades más intolerables de la democracia como supermercado electoral o como spot publicitario.

En una situación ideal los ciudadanos ni siquiera deberíamos conocer los nombres de los políticos. Borges, que vivió varios años de su adolescencia en Ginebra, durante la primera guerra mundial, solía afirmar que la gran mayoría de sus vecinos desconocía el nombre del presidente de la Confederación Helvética, lo más cercano a un jefe de Estado que tenía y tiene Suiza. Ese debería ser el hermoso objetivo en una democracia sólida y dotada de unas instituciones eficaces, respetables y respetadas. Y que vivan los novios.

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