Opinión | Curva a la izquierda

La otra epidemia infantoadolescente

La otra epidemia infantoadolescente

La otra epidemia infantoadolescente

Cada vez tengo más dudas. La teoría me la sé. Toda. Les aseguro, sin necesidad de certificaciones porque a ustedes les ocurrirá lo mismo, que los hijos son el centro y la periferia de nuestros desvelos. Puedo recetar para casi todo tipo de males en asuntos de educación, pero el proceso es tan complejo que sólo individualmente ha de tratarse: ni física ni intelectual o emocionalmente existen dos personas iguales. No hay dos niños o dos niñas idénticas, tampoco los entornos lo son, así que hasta en los consejos hay que ser extremadamente delicado.

Dicho lo cual, sin perjuicio de lo anterior, hoy quiero hablarles sobre la hiperpaternidad: «Si usted carga con las mochilas de sus hijos en cuanto salen del cole, ¡cuidado!». Estará usted entrando en ese nuevo género que algunos llaman los hiperpadres o las hipermadres. Cada vez hay más libros sobre ello y se multiplican los expertos y los estudios. Para ser justos, deberíamos hablar más de hipermadres que de hiperpadres, todavía son ellas mayoría en el cuidado de los niños. Aunque algunas cosas han cambiado las mujeres siguen siendo las que cargan con la crianza. Pero no nos vamos a pelear sobre quién recoge las tazas del desayuno. Sean ellas o ellos, nunca son los hijos. Así es que los expertos advierten: «Los niños de hoy son víctimas de una nueva epidemia de sobreprotección que les impide ser autónomos y les hace frágiles».

Si hay una manera de reconocer a esos príncipes que terminará por destronar a la fuerza la vida, es ver cómo sus padres cargan con las mochilas. Otra es cuando oyes que el progenitor gestante o el otro –lo mismo da– les habla en plural: «Mañana tenemos el examen de matemáticas». ¿Tenemos? «¡Cómo que tenemos!», habría saltado cualquier padre de los que ahora son abuelos. Y habría añadido: «Mañana tienes examen de matemáticas y como no le saques brillo a los codos y apruebes, te quedas sin ir a entrenar y sin jugar al fútbol el fin de semana».

Sin embargo, ahora todo son melindres. Te vas una generación para atrás y a tu padre le tenías respeto. Te vas dos, y a tu padre le llamabas señor. Ni tanto ni tan calvo. Tiene que haber un punto medio.

Otro asunto: los niños no leen. O sí, los niños leen más que nunca, pero no libros, sino pantallas de móvil que reciben mensajes de dos o tres frases, deformadas por las faltas de ortografía. Los niños tampoco escriben, o mejor dicho, escriben muchísimo pero no en papel sino también en la pantalla de su móvil, frases para responder a esos mensajes con las mismas faltas de ortografía, imágenes y emoticonos.

Se llega a decir como excusa que los libros son caros, pero no cuadra el dato, cuando los precios de los móviles son incomparables y se venden a granel. Los niños actúan por imitación, hacen lo que ven que se hace, que no es lo mismo que lo que se dice. Se dice que la lectura es estupenda, así en abstracto, pero lo que ven los niños antes de retirarse a dormir es a sus padres en el salón, enganchados a alguna pantalla: la del televisor, la de la tablet o la del móvil. Y, cuando llegan a su cuarto, hacen lo propio: enchufarse a una pantalla hasta que le dan las tantas, a esa misma hora en la que los ogros y las brujas de nuestra niñez campaban para sembrar el terror y que, hoy día, ya jubilados, se acuestan muy temprano, hartos de no dar miedo a nadie.

Los niños de mi época conciliábamos el sueño escuchando los cuentos de los padres y luego los leíamos nosotros mismos. No éramos más listos, sin duda, es que ésa era nuestra única posibilidad de distracción: el papel que adormece y no la pantalla que espabila. La pantalla que genera niños trasnochadores que no duermen las diez horas reglamentarias que a su edad necesitan cuerpo y mente y llegan al día siguiente a clase agotados, envejecidos prematuramente y con el intelecto embotado e incapaz de asimilar contenido alguno. No es que sean torpes, es que no duermen.

Y el remate. Otro error que cometemos es convertirlos en narcisos a fuerza de exhibirlos en las redes sociales compartiendo cumpleaños o vacaciones. Está muy bien querer a tu hijo, pero está muy mal ser su lacayo o su ama de llaves. ¿O no?

Feliz domingo.

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