Opinión | SANGRE DE DRAGO

Juan Pedro Rivero

Esperanza para la vida social

Calle del Castillo.

Calle del Castillo. / Carsten W. Lauritsen

Los Reyes Magos me han traído un libro. Un clásico de la literatura francesa del siglo XX. Gabriel Marcel es su autor. El título tal vez me venga bien, aunque aún no pueda abrir sus páginas para beber su texto y retomar las ideas que leí hace años en una edición prestada por la Biblioteca del ISTIC: Homo Viator. Prolegómenos a una metafísica de la esperanza.

Los momentos en los que pronunció las conferencias que recoge la publicación, y el resto de los artículos escritos por el autor, no fueron fáciles. Francia, patria de Marcel, estaba sufriendo la ocupación nazi. Pocas razones para la esperanza entonces y allí. Sin embargo, a su juicio, la vida es una peregrinación marcada por una dinámica de progreso que se identifica con el vivir soñando. Solo se es verdaderamente libre cuando nos atrevemos a soñar un futuro mejor sabiendo que es posible. La esperanza y la libertad se dan la mano.

Parece que necesitaba este alegato de esperanza al iniciar este nuevo año 2023. La mayoría de los intérpretes de la realidad manifiestan que se trata de un año marcado por la incertidumbre y lleno de las dificultades que la situación económica que padecemos hará que muchas personas vean aumentar los decibelios de dificultad que ya escuchábamos el año pasado. Las crisis las sufrimos de manera diferente dependiendo del lugar en el que esa lluvia nos moje. En Cáritas estamos a la espera atenta de esta amplificación de dificultades que se barruntan.

Si es una verdadera virtud, la esperanza es para estos momentos. Trae razón de ser precisamente cuando el futuro no se dibuja con líneas claras y seguras. La dimensión histórica de la esperanza necesita confianza en la capacidad humana para descubrir soluciones cuando se nos presentan problemas. La esperanza es el sueño del amor que, por creativo, es capaz de romper muros y de construir puentes hacia un futuro mejor. Hay esperanza, porque hay humanidad que sueña.

Su contenido y dimensión actitudinal no surge sin un conocimiento realista del camino a recorrer. Si se recupera el sujeto social, si se confía en la capacidad de conocer la verdad y si se supera la desgana con la que el relativismo nos emborracha, hay esperanza para la vida social. No me refiero al optimismo bobalicón de quienes narcotizan el pensamiento con frases manidas como que «todo se va a solucionar si esperamos». No todo se soluciona solo. Necesitamos ayuda y compromiso. Enriquecer el espíritu con la presencia de lo divino, y comprometernos nosotros mismos con nuestra presencia en lo humano. La esperanza es como las semillas de los naranjos: se encuentran en la pulpa de la fruta, pero precisa la siembra y el trabajo paciente hasta que surja el fruto. Solo se siembra si hay esperanza.

La historia nos enseña que nuestra etapa no es la peor de las habidas, aunque a nosotros solo nos duelen nuestros dolores; y que personas esperanzadas han soñado la sociedad que disfrutamos. ¡Qué don divino es la inteligencia humana y la esperanza social!

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