Opinión
Una luz infinita
A veces la luz cambia de tiempo. He hablado de esto otras veces. Vas caminando por la ciudad, ocupado en tus asuntos, inmerso en tus cosas, y de pronto notas una variación en la luz. A mí me pasa siempre en la Plaza del Obispo de mi ciudad, que tiene una claridad de cuatro siglos atrás, una luminiscencia dorada que viene de un día cualquiera del siglo XVII, un fulgor barroco que se entretiene sacándole los colores a las viejas piedras catedralicias.
La luz tiene a veces esos misterios. En estos días, desde Estados Unidos ha llegado la noticia de que, en un plazo medio, dispondremos de una energía limpia, barata e inagotable que cambiará el mundo para siempre. Y leyendo esas noticias me he acordado de Frank Rebajes. Rebajes, que en realidad se llamaba Frank Torres Rebajes, llegó a Nueva York como polizón en un barco. Pasó hambre, vivió en la calle y un día alguien le dio cobijo en un sótano en el que había unos restos de tubos de cobre, material de fontanería. Hizo con ellos una escultura, salió a venderla a la calle y una marchante de arte que pasaba por allí se enamoró de la obra. A partir de ahí, el éxito. Comenzó a diseñar joyas introduciendo en ellas el cobre, que sería su marca personal, y acabó teniendo una cadena de joyerías por toda América. Y un día se hartó, lo vendió todo y se fue a Málaga. Montó en Torremolinos una joyería pequeña en la que gatos persas exhibían en el escaparate collares de diamantes. Conocí a Rebajes a finales de los ochenta del siglo pasado gracias a su sobrino Luiso Torres. A mí todo lo que tenía que ver con Frank Rebajes me sonaba muy literario. Sabía un poco de oídas, con ese eco lejano a mitad de camino entre la fábula y la realidad, que estaba obsesionado con la cinta de Möbius, que estudiaba su arcano y que un buen día empezó a decir que había hecho un descubrimiento crucial para la Humanidad, el secreto del movimiento continuo, de la energía inagotable.
Rebajes presentó sus estudios en el prestigioso MIT (Instituto Tecnológico de Massachussets) en junio de 1990. Se dice que allí lo escucharon con atención más de cien profesores y alumnos, que quedaron vivamente impresionados, entusiasmados con su trabajo. Sin embargo, al día siguiente apareció muerto en la habitación de su hotel. Suicidio, dijeron, y yo recordé que, cuando lo conocí, me enseñó un anillo en el que, aseguró, guardaba una cápsula de veneno «para el día que decida que ya no merece la pena seguir aquí».
Días después de su muerte fui a ver a Luiso para darle el pésame. «Se lo ha cargado la CIA», me dijo desde la profundidad de su voz de barítono pasado de cazalla, «no convenía que se supiera lo que había descubierto, habría cambiado el mundo para siempre». Quién sabe. Ya no están ni Frank ni Luiso para hablar de todo aquello, para desvelar el secreto de aquella luz, curva e infinita, que iba a cambiar el mundo para siempre.
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