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con la historia

El exitoso fracaso de la Gioconda robada

El Museo del Louvre no está pasando por su mejor momento. Cuando ya se empezaba a dejar de hablar de la investigación policial al exdirector Jean-Luc Martínez por la compra de una estela de Tutankamón que habría sido extraída ilegalmente de Egipto durante la Primavera Árabe; un hombre disfrazado con una peluca y haciéndose pasar por inválido arrojó un pastel contra la Gioconda.

«¡Artistas! Pensad en la Tierra. Hay quien quiere destruirla. Por eso lo he hecho», gritó, mientras los servicios de seguridad se lo llevaban. Seguro que han visto las imágenes gracias a los cientos de visitantes que, móvil en mano, estaban delante del cuadro de Da Vinci en el momento del ataque. Precisamente porque es un icono del museo, el hombre escogió a Monna Lisa como objetivo. De hecho, es posible que se trate del cuadro más popular del mundo. Pero no siempre fue así. Todo empezó en 1911.

El 22 de agosto de ese año era un martes y cuando el Louvre abrió sus puertas, tras el descanso semanal de los lunes, saltaron las alarmas. La Gioconda había desaparecido. Entonces la tela ya era muy apreciada por los expertos pero el público en general todavía no le había prestado demasiada atención. Ese robo lo cambió todo gracias a la repercusión que tuvo en la prensa. Los periódicos, que eran el gran medio de comunicación de masas de la época, informaban cada día de los avances de la investigación policial y lo acompañaban con reproducciones del cuadro. El caso se hizo tan popular que los visitantes empezaron a ir al museo solo para ver la pared vacía donde antes colgaba aquella obra maestra del Renacimiento. Y como ocurre siempre que algo se convierte en el tema de moda, empezaron a hacerse caricaturas, chistes, canciones cómicas, obras de teatro...

Muchas risas pero ni rastro de la Monna Lisa. Y eso que la gendarmería incluso detuvo e interrogó a Picasso y Apollinaire como posibles sospechosos de haber cometido el robo. Basaban sus indicios en que eran dos jóvenes creadores vanguardistas que se habían declarado enemigos del arte convencional.

Ni la mejor agencia de publicidad hubiera podido idear una campaña de promoción como aquella. Solo había un pequeño detalle: el caso no se resolvía. Fueron pasando los meses y los gestores del Louvre tuvieron que asumir que no recuperarían ese Da Vinci nunca más. En otoño de 1913, sin embargo, se produjo un hecho inesperado.

En noviembre de ese año, un hombre que se hacía llamar Leonardo se puso en contacto con el director de la Galería de los Uffizi de Florencia para ofrecerle un cuadro. Cuál no fue su asombro cuando vio que era la Monna Lisa robada en París dos años antes. Enseguida lo notificó a las autoridades y se procedió a la detención del tal Leonardo, que como es de suponer no se llamaba así.

Su nombre real era Vincenzo Peruggia. Era un antiguo trabajador del Louvre que había decidido sustraer la pintura pero no para venderla sino para devolverla a Italia. Creía que la obra había sido robada por Napoleón durante sus campañas militares en la península itálica. En realidad, aquella pieza había sido adquirida de forma legal por el rey de Francia Francisco I en 1517 o 1519 (la fecha no se conoce con exactitud).

Si esa era la verdadera y única intención de Peruggia no se sabe a ciencia cierta, porque algunas teorías defienden que habría formado parte de una trama de falsificaciones, pero no se ha podido demostrar nunca.

Ahora bien, la conjetura de Peruggia del expolio napoleónico tampoco era tan descabellada porque, aparte de arrasar militarmente el continente, el emperador galo también se llevó algunas de las mejores obras de arte de todas partes: Italia, España, Egipto... para después exhibirlas en el Louvre como trofeos, para gloria y orgullo de los franceses. De hecho, fue durante su época que el museo recibió el impulso definitivo para convertirse en el referente que es hoy.

Tampoco es que Bonaparte hiciera algo excepcional. Todos los grandes museos occidentales poseen piezas de procedencia ilícita. Otra cosa es seguir haciéndolo en el siglo XXI, a menos que Jean-Luc Martinez pensara que vivía en tiempos de Napoleón.

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