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editorial

Una salida para los saharauis

La cuestión del Sáhara se ha convertido para todos los actores en el conflicto, o para los que tienen capacidad de influencia en el mismo, en el famoso dinosaurio del cuento de Monterroso. Desde hace casi 50 años se mantiene el actual statu quo, todos los países, gobiernos, dirigentes u organismos internacionales implicados se han encontrado con un constante despertar a la realidad saharaui prácticamente idéntica a la que se creó cuando España abandonó el territorio en 1975 y fue ocupado en su mayor parte por Marruecos. Y en especial quienes siguen viendo y aguantando al dinosaurio sobre la arena del desierto en la misma posición y obturando cualquier salida a un futuro distinto son los propios saharauis.

Durante casi cinco décadas se han producido, es cierto, determinados movimientos que, por momentos, parecían ofrecer alguna vía de solución. Pero hace ya bastantes años que el conflicto está enquistado sin que nadie haya sido capaz de dar los pasos necesarios para posibilitar un acuerdo entre las partes –Marruecos, el Frente Polisario y el pueblo saharaui en su conjunto– que abra un nuevo horizonte al territorio.

Sobre esta base, la decisión del actual Gobierno de España de apoyar la solución autonomista defendida por Marruecos como la «más seria, realista y creíble», ya esbozada en términos menos explícitos por sus predecesores desde 2007, ha despertado una oleada de reacciones en contra, incluida la de la práctica totalidad de las fuerzas políticas españolas, que no siempre tienen en cuenta el contexto en el que se produce esta polémica iniciativa, ni ponen sobre la mesa los distintos elementos que intervienen en el conflicto y en la situación de un pueblo que no ve horizonte.

Esta decisión de Pedro Sánchez se corresponde fundamentalmente con el brusco cambio experimentado en las relaciones internacionales en el contexto de una guerra en Europa, con la necesidad de la OTAN de disipar cualquier amenaza en el flanco sur del continente, y con el propósito perseguido por Madrid de acabar con las incertidumbres sobre el futuro de Ceuta y de Melilla o las decisiones unilaterales marroquíes sobre la aguas canarias. Y con la reiterada manipulación por parte de Rabat de los flujos migratorios en el Estrecho o hacia el Archipiélago.

Es comprensible que la nueva orientación de la política exterior española haya activado la reacción emocional de cuantos, durante décadas y muy especialmente en Canarias, han apoyado las reivindicaciones del Frente Polisario y mantienen la idea del derecho a la «libre autodeterminación» del pueblo saharaui a través de un referéndum previsto en los primeros acuerdos entre las partes, pero que hasta la fecha se ha demostrado inviable al menos en los términos en que al inicio se planteó.

En el contexto actual, es un hecho que la guerra de Ucrania, la incapacidad de Naciones Unidas para hacer efectivo dicho referéndum, y las incógnitas derivadas de un nuevo multilateralismo obligan a introducir cambios en la realpolitik entre los que el del Sáhara no será el último.

Ese derecho de los saharauis a determinar las condiciones en que quieren afrontar su futuro sigue siendo inalienable, y nadie puede discutir que cualquier propuesta sobre el estatus del territorio solo podrá legitimarse si cuenta con su beneplácito y apoyo explícito. Pero quizá haya que empezar a asumir que una salida al conflicto no podrá observarse, teniendo en cuenta la frustración que otros intentos de solución en el pasado ha provocado en los saharauis y en el contexto del nuevo orden internacional que se está construyendo y en el que África está siendo un peón de importancia capital, con la misma mentalidad y bajo los esquemas de los tiempos de la descolonización de los años sesenta y setenta.

Para empezar, esa solución deberá contemplar que la defensa de los intereses del pueblo saharaui no es monopolio del Frente Polisario, organización que nunca ha mostrado una verdadera orientación democrática y que, además de quienes viven en el exilio de los campamentos, también merecen ser escuchados los saharauis de los territorios ocupados, donde conviven otras muchas sensibilidades sobre la situación actual y las posibles salidas al conflicto.

El gran escollo para aceptar la propuesta para una autonomía del Sáhara en los términos en que lo ha hecho España –siguiendo los pasos de EEUU y Alemania y sumándose a la histórica posición promarroquí de Francia– está, más allá de la liquidación del sueño de la República Árabe Saharaui Democrática (RASD) que permanece en el imaginario colectivo de la causa polisaria, en el carácter todavía en gran parte autocrático de la monarquía alauí, que ejercería ya con plena potestad la soberanía del territorio, y las escasas garantías de respeto a unos mínimos derechos democráticos y de libertades individuales de los saharauis.

Este nuevo estatus debería en todo caso no sólo otorgar ciertos márgenes de autogobierno al territorio en lo político-administrativo, sino también garantizar espacios de libertad para unos ciudadanos sometidos hasta la fecha y durante décadas a un trato de súbditos de segunda, cuando no vejatorio, en un país donde el bienestar social sigue siendo una quimera y donde la sociedad civil y la cultura democrática están aún por desarrollar.

La mirada desde España sobre Marruecos en el contexto de este viraje del Gobierno sobre la cuestión saharaui no puede sin embargo limitarse al examen sobre la calidad democrática del régimen de Mohamed VI, sino a la luz legítima de los intereses españoles en sus relaciones con el vecino y socio clave en el frente africano de nuestra política exterior.

Marruecos sigue siendo en este sentido una plaza donde España y Europa se juegan mucho tanto en el ámbito económico y comercial como en el de la seguridad y del control de los flujos migratorios, algo que en Canarias podemos comprobar a diario, mientras que, por otro lado, se constata que es uno de los países más estables institucional, política y socialmente de todo el continente y su valor como aliado de la UE y de Occidente se incrementa a la vista de los acontecimientos internacionales y de la creciente presencia e influencia rusa y china, cuando no yihadista, en África.

El nuevo rumbo de la política exterior en el Sáhara no está exento de riesgos a la luz del oportunismo tantas veces seguido por Marruecos en su relación con España y, lo que es tanto o más importante, al hecho de que Argelia, nuestra principal fuente de suministro de gas, es la potencia tutelar del exilio saharaui. Pero casi medio siglo después de la Marcha Verde, que liquidó la presencia española en el Sáhara Occidental, es improbable que tan vieja y arraigada crisis no pudiera experimentar algún cambio cuando todo muta a gran velocidad en el escenario internacional.

Pero parte del debate al respecto se centra hoy en las formas en cómo el Gobierno de España ha dado este paso trascendental, que merecía y merece un tratamiento muy distinto al que se le ha dado. Se hace por ello imprescindible que el presidente Sánchez dé explicaciones urgentes y satisfactorias y que, además de en el Congreso de los Diputados, lo haga también, si no personalmente, delegando en el ministro de Asuntos Exteriores, de manera específica en las Islas como lo hizo el pasado miércoles en Ceuta y Melilla, como le acaba de demandar el presidente de Canarias, Ángel Víctor Torres.

Este estado de cosas en el Sáhara debe dejar de ser el sempiterno dinosaurio con el que se despiertan cada mañana los saharauis en un bucle histórico que el inmovilismo de las partes convierte en un relato cansino, inútil y sin final y sus vidas se consumen en un limbo que se eterniza.

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