Opinión

La puntilla definitiva a los acuerdos de Minsk

El reconocimiento por el Kremlin de las regiones separatistas y mayoritariamente prorrusas de Donetsk y Lugansk y la nueva invasión militar de Ucrania por el país vecino han asestado la puntilla definitiva a los llamados acuerdos de Minsk, de 2015.

Con aquel documento, pacientemente negociado en la capital bielorrusa por franceses y alemanes con rusos y ucranianos –el conocido como cuarteto de Normandía–, se trataba de poner fin a un sangriento conflicto en el este de Ucrania que por entonces duraba ya casi un año.

El segundo acuerdo Minsk, firmado por representantes de Rusia, de Ucrania, líderes separatistas y la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa sería posteriormente respaldado por una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU.

Establecía un alto el fuego, la retirada de armamento pesado de la primera línea a fin de crear una zona de seguridad y el control de las líneas del frente por parte de la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa, de la que forman también parte EEUU y Canadá.

Exigía asimismo un diálogo sobre las modalidades de celebración de elecciones locales en las zonas ocupadas por los separatistas prorrusos, el restablecimiento del control de Kiev sobre la frontera ucranorrusa y la retirada de todas las fuerzas extranjeras, mercenarios incluidos.

Pero surgieron inmediatamente problemas: los separatistas y sus aliados de Moscú insistieron en que debería concederse un estatus especial a las regiones separatistas antes de que se procediera a elecciones, algo que no aceptaba Kiev.

El Gobierno alemán de Angela Merkel consideraba los acuerdos de Minsk no sólo la llave para resolver el conflicto en torno a esas regiones separatistas, sino también para evitar una peligrosa escalada bélica.

El entonces ministro de Asuntos Exteriores y hoy presidente alemán, Frank-Walter Steinmeier, ideó una fórmula, que lleva su nombre, por la cual entraría en vigor el estatus especial de esas dos regiones el mismo día de las elecciones regionales aunque sólo de modo provisional.

Y ese estatus podría convertirse en definitivo siempre y cuando se demostrase la conformidad de esos comicios con los estándares democráticos de la OSCE y las propias leyes de Ucrania.

La “fórmula Steinmeier” fue aprobada por Moscú y Kiev el 19 de octubre de 2016, pero hasta hoy no se ha convertido en realidad por culpa de unos y otros.

Los rusos no aceptaron retirar las armas pesadas de los separatistas mientras Kiev no aplicara su parte del acuerdo y el entonces presidente ucraniano, Petró Poroschenko, llegó incluso a decir que a Steinmeier le habían sugerido el plan desde el Kremlin.

El sucesor de Poroshenko y actual presidente, Volodímir Zelenski, pareció en un principio dispuesto a aplicar la fórmula, pero finalmente desistió, lo que muchos atribuyen a presiones internas y quién sabe si también externas.

Según la prensa germana, un día antes de que el canciller federal alemán, Olaf Scholz, hiciese su reciente viaje a Moscú, Zelenski le aseguró que su Gobierno iba a presentar nuevos proyectos de ley sobre un estatus especial para el Donbás, una reforma de la Constitución y sobre el derecho de sufragio.

Nunca se sabrá si Zelenski era sincero. Con el reconocimiento oficial por el Kremlin de la independencia de las dos regiones mayoritariamente prorrusas de Ucrania, los acuerdos de Minsk se convierten definitivamente en letra muerta, y hay que preguntarse por la frustrante debilidad de Europa, incapaz de resolver un problema que es básicamente europeo.

Harto de la continua aproximación de la OTAN a sus fronteras y temeroso de la inclusión un día en la Alianza de la ex soviética Ucrania, el autócrata del Kremlin ha terminado dando al presidente Joe Biden la justificación buscada para aplicar unas sanciones que perjudicarán a Rusia, pero también a todo el continente.

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