Opinión
Regresos
Hubo un tiempo en el que había tanto futuro en el futuro que apenas nadie hablaba del pasado. Dejamos de ir a él, al pasado, de visitarlo, casi al mismo tiempo que dejamos de ir a comer a casa de los padres el domingo. Después de todo, los padres eran el pasado también y actuaban como un freno para la carrera hacia ese futuro henchido de horizonte. De vez en cuando los llamabas por teléfono al objeto de cumplir con ese pretérito remoto, cada día más desdibujado por la niebla de la memoria. Hasta la poesía que, según Celaya, era un arma cargada de futuro, empezó a parecer antigua. No es que la gente hubiera leído antes poesía, la gente jamás ha leído poesía, como jamás ha ido a Malasia, pero nos gustan las historias que vienen de lugares exóticos.
La poesía es una forma de exotismo. Empezar el año leyendo a Blas de Otero, por poner un ejemplo, es una experiencia tan brutal como la de viajar a Tailandia. Y más provechosa, sin duda. A ver, no se trata de un provecho inmediato. No tiene usted que pasar por las humillaciones que se pasan en los aeropuertos ni sufrir un cambio horario ni dormir en un hotel con un ventilador en el techo de la habitación… Todo eso es más excitante (y más cansado) que acercarse a una librería y solicitar una antología del poeta. Comprar un libro y meterse en la cama con él puede parecer poco apasionante. Pero la poesía actúa con efectos retroactivos. A veces has de esperar al verano para que te hiera un poema leído en pleno invierno. Pasa también con algunos medicamentos; que liberan sus moléculas despacio, para que el efecto sea más duradero. Inversiones a largo plazo, en fin.
Pero nos hemos desviado del asunto, y el asunto es que el futuro se ha quedado vacío de futuro, se ha desinflado como un globo, mientras que el pasado continúa intacto, a la espera de que le hagamos una visita. Ahí siguen los padres, incluso los abuelos, dispuestos a echar una mano en lo que haga falta. Ahí siguen las novelas de Tolstoi o Dostoievski, por mencionar dos rusos. Y ahí sigue la poesía de Celaya u Otero, los dos primeros españoles que se nos han venido a la cabeza. Tal vez regresando a ellos y a la filosofía, el futuro, milagrosamente, vuelva a florecer.
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