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Joaquín Rábago

Un año de sobresaltos

2021 ha sido un año de sobresaltos, sobre todo en la escena internacional. Al poco de comenzar, el 6 de enero fuimos testigos, gracias a la televisión, del asalto al Capitolio de Washington por una turba incontrolada a la que había animado minutos antes el propio presidente Donald Trump.

Tan bochornoso acontecimiento, que algunos compararon a un intento de golpe de Estado, ha dado lugar a acusaciones contra setecientos implicados y a varias condenas, la máxima a cinco años de cárcel, pero no a la de su principal responsable: un político que parece tener secuestrado a su Partido Republicano y sólo sueña con la revancha.

En aquel suceso participaron milicias de ideología claramente fascista como la bautizada con el nombre de Proud Boys (Chicos orgullosos), que dan testimonio de la radicalización de un sector de la población blanca del país que parece sentirse cada vez más amenazada por las minorías afroamericana y latina.

Siguiendo un proceso iniciado por su predecesor republicano, el demócrata Joe Biden dio por concluida a finales de agosto la presencia de EEUU en Afganistán, lo que llevó a la salida precipitada de sus tropas, sin que el Presidente se molestara siquiera en consultar a los países de la OTAN que durante veinte años habían acompañado allí a la superpotencia.

En el Magreb y Oriente Próximo, tras el fracaso de sus intervenciones en Irak, Libia y Siria y reacio a nuevas aventuras militares en la región, EEUU decidió alentar pactos entre su principal aliado, Israel, enemigo a muerte del Irán de los ayatolas, y los países árabes afines como Arabia Saudí, Marruecos, Egipto y los Emiratos Árabes Unidos.

Aunque queda por saber qué ocurrirá finalmente con el pacto nuclear con Irán, del que se descolgó irresponsablemente el presidente Donald Trump, y que trata de torpedear el Estado judío, EEUU parece querer centrar su atención en otros dos conflictos.

Uno es el existente con Rusia por Ucrania y otro, el que tiene con una China cada vez más segura de sí misma, que no renuncia a incorporar a Taiwán a su territorio nacional, y en la que Washington ve un doble desafío: geoestratégico y comercial.

El año termina así con un peligroso batir de tambores de guerra: los norteamericanos advierten a Moscú de que no tolerarán vetos a la eventual admisión de ex repúblicas soviéticas, hoy soberanas, a la OTAN mientras que el Kremlin exige, por el contrario, garantías de que no se seguirá ampliando, ni directa ni indirectamente, esa alianza militar.

Esas garantías deberán además ser esta vez por escrito, afirma el Kremlin, escarmentado por el hecho de que la OTAN violase un compromiso verbal de EEUU al último presidente de la URSS, Mijail Gorbachov, de que en ningún caso la Alianza llevaría sus fuerzas más al este de la Alemania reunificada.

Rusia no puede tolerar, según el presidente Putin, que se instalen en sus mismas fronteras misiles que en cuestión de minutos podrían alcanzar Moscú, a lo que Occidente responde que la OTAN es sólo una alianza defensiva, algo difícil de creer para el Kremlin en vista de las circunstancias.

Pese a las fuertes protestas de los gobiernos occidentales, Moscú no muestra, a su vez, la mínima intención de devolver a Ucrania la Crimea mayoritariamente rusoparlante que ocupó en 2014 y no parece tampoco dispuesto a dejar en la estacada, si las cosas van a peor, a los separatistas prorrusos de la región ucraniana de Donbass.

La OTAN mientras tanto no se cansa de denunciar la presencia masiva de tropas y armamento junto a la frontera rusa con Ucrania y sospecha que son los prolegómenos de una invasión, que, según Washington, podría producirse este mismo invierno.

¿No tendría más sentido, habría que preguntarse, que unos y otros pusiesen fin a esa locura que sólo beneficia a la industria armamentista, y se sentasen por fin a negociar en serio, teniendo en cuenta las preocupaciones legítimas de la otra parte?

¿Qué se ha hecho del «cuarteto de Normandía» (Alemania, Rusia, Ucrania y Francia), que firmó en febrero de 2015 los acuerdos de Minsk con los que se intentaba resolver la crisis ucraniana y que mientras tanto parecen haberse convertido en papel mojado?

Y sobre todo, ¿por qué no rescatar el consejo OTAN-Rusia, cuya creación se selló en París el 27 de mayo de 1997, y en el que las partes declaraban no considerarse adversarios y se comprometían a «construir juntos una paz duradera en el área euro-atlántica basada en los principios de la democracia y la seguridad cooperativa»?

El único signo mínimamente esperanzador en tan inquietante panorama es el anuncio del próximo comienzo de conversaciones en Ginebra entre representantes de los Gobiernos de Washington y Moscú, a las que se comprometió el presidente Biden con su homólogo ruso el 7 de diciembre.

Pero ¿qué margen de maniobra tiene Biden cuando republicanos y demócratas en el Congreso norteamericano exigen la máxima firmeza del Gobierno en el conflicto con Rusia y el Presidente no puede permitirse dar señales de debilidad frente a Putin?

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